Cuentan que una niña, al enterarse de la muerte de Charles Dickens, preguntó atemorizada: "Entonces, ¿Papá Noel también morirá?" Esta entrañable e ilustrativa anécdota, recogida por el crítico inglés Theodore Watts-Dunton y repetida hasta la extenuación en antologías y biografías del escritor, nos recuerda lo mucho que debe la festividad cristiana a la literatura y (posteriormente) al cine, ya que su "misterio" ha sido revitalizado en repetidas ocasiones a través de diversos relatos profanos. Dickens publicó Canción de Navidad el 17 de diciembre de 1843 y se vendieron más de cinco mil ejemplares antes de Nochebuena. De acuerdo con Michael Slater, biógrafo del novelista, la obra se convirtió "en un elemento más de la Navidad angloamericana, junto con el acebo, el muérdago, los árboles de Navidad y los Christmas crackers" y, además de impulsar "la incipiente recuperación de las celebraciones navideñas tradicionales de Gran Bretaña durante los años treinta y cuarenta del siglo XIX", también "supuso que el concepto cristiano de caridad cobrara una importancia capital".

Las adaptaciones cinematográficas ulteriores, desde la comedia ochentera Los fantasmas atacan al jefe hasta la producción de Disney A Christmas Carol, han seguido propagando la moraleja dickensiana entre espectadores que posiblemente ni tan siquiera han leído al autor de Oliver Twist. "El creador de la Navidad inglesa", como algunos críticos se han atrevido a denominarlo, se ha ido desvinculando de su creación, porque esta última, al igual que el texto bíblico, ha sido alterada debido a las diversas y subjetivas voces de los narradores que se encargaron de adaptarla. Del mismo modo que la niña asociaba la Navidad con un afamado literato, haciendo incluso que el fallecimiento del escritor pudiera llegar a poner en cuestión la misma supervivencia de Santa Claus, algunos recordamos el periodo navideño como una isla mágica en el calendario donde se emitían películas y series. Una época trasformada en un territorio ocupado por las fuerzas de la ficción.

Entonces los veranos duraban un curso. Y el tiempo, bien que uno solo contempla (ya no digo valora) cuando lo empieza a perder sin querer perderlo de verdad, avanzaba con el ritmo apropiado para cada ocasión. Las agujas del reloj se podían manipular con asombrosa facilidad. Regresábamos cuando queríamos al futuro y vivir era "bello" todos los 24 de diciembre. La Navidad aparecía siempre en un quiosco donde vendieron el primer número de Hobby Consolas, que mostraba un Bart Simpson arcaico y revoltoso en la portada, y donde teníamos la oportunidad de acceder a revistas de cine como Imágenes de actualidad, Acción, Dirigido por, Cinemanía y Fotogramas (gracias a las cuales, antes de la llegada de internet, nos enterábamos acerca de los estrenos y rodajes), y explorábamos otras variedades ya extinguidas. En las cenas familiares se podían producir escenas disparatadas, pero el "cuñadismo" todavía no había adquirido su nueva acepción postmoderna. Creíamos ser tan jóvenes e ingenuos como ese país emergente en el que nacimos. Y durante la madrugada nos custodiaba la Loca academia de policía. Hace una semana, en un arrebato noctívago, vi las películas de esta saga para evaluar su vigencia y comprobar si la risa aún permanecía intacta. Aunque no estoy seguro de haber sido yo el que las vio. Creo que, en realidad, se trataba de un habitante de aquella isla lejana que, sentado enfrente de una pantalla en una casa antigua y (ahora ya) ficticia, observaba cómo se reían su padre y su padrino mientras disfrutaba con ellos de la comedia, intentando manipular otra vez las agujas del reloj. Quizás, hoy, muchos consiguen volver a burlarse del tiempo, de la vida y del pasado. Quizás, hoy, volvemos a ser, por un momento, ayer.