Quien haya pensado que en dos meses se podía desmontar lo que tardó en levantarse 40 años, o es un ingenuo o un incauto. La construcción en Cataluña de un sentimiento nacional se ha ido urdiendo a lomos de una educación y un adoctrinamiento mediático genuinamente sectario y machacón, por lo que era inverosímil que pudiera ser demolido por goleada de un día para otro, como parecen indicar los primeros resultados electorales.

Por más que haya crecido notablemente el voto constitucionalista -y estatutario- en las áreas urbanas, queda aún mucha Cataluña profunda, rural y desconfiada, blindada por la Ley d'Hont, que no está por la labor de desmantelar esas tupidas redes clientelares que tanto provecho les han proporcionado durante décadas, mientras clamaban que España nos roba. Ya se ha visto que esa España no ha robado nada, sino que ha financiado este estado de cosas, y ha llevado, por su inacción, a esa inconcebible deriva sediciosa que no ha servido para acabar con el voto secesionista.

De confirmarse el respaldo parlamentario al independentismo y a los que lo pueden ser dependiendo de la coyuntura, lo que tocaría es dejar que el hámster siguiera en su rueda y que, de perseverarse en aventuras ilegales, se vuelva a aplicar la coerción federal del artículo 155 de la Constitución. En las pocas semanas que se ha empleado, y muy limitadamente, ha dado excelentes frutos.

Lo que no procede hacer, en cambio, es meterse en camisas de once varas sobre la cuestión territorial, porque abrir ese melón equivale a hacerlo con nuestro futuro como nación.

Por Barcelona o Manresa pasean hoy ciudadanos iguales a los que lo hacen por cualquier otra ciudad de España o de Europa. Ese profundo mestizaje convierte a nuestras sociedades en una misma, con idénticos derechos y obligaciones. Por todo ello, debemos seguir combatiendo con la ley a quienes desafían ese formidable consenso constitucional.

No se vea en eso ningún espíritu reaccionario o troglodita. Son los que insisten en una doctrina trasnochada de hace siglo y medio los que lo son, porque la Cataluña de hoy es completamente diferente a aquella en que se fundaron las ideologías independentistas que parecen haber vuelto a lograr más diputados, aunque un partido constitucionalista pudiera haber alcanzado muy meritoriamente una victoria que ya se verá si es pírrica, aunque tenga gran simbolismo interior e internacional.

Queda por saber si los que pudieran haber sumado más escaños han aprendido algo de las consecuencias jurídicas y económicas de su delirio, o si se volverán a tirar al monte. Si hacen esto último ya saben lo que les espera, por más que apelen a excepciones que constituyen auténticos privilegios prohibidos por la ley.

El pacto fructificado en 1978 otorgaba a Cataluña su capacidad para autogobernarse y para influir al mismo tiempo en la gobernabilidad de España. Esto fue hecho trizas en la anterior legislatura a la que ahora se abre en el Parlament, y con similares fuerzas sentadas a los dos lados de su pasillo central.

Veremos si es intención de los eventuales ganadores continuar con ese imposible reto o si piensan por fin retornar a la gestión diaria de los asuntos de su incumbencia, en que han dejado tanto que desear mientras se abrazaban a banderas, contribuyendo a gobernar España con aquellas aportaciones que resulten de interés.

* Jurista