Cuando era niña, mi madre repetía siempre una frase por estas fechas: ¡lo peor que puede pasarnos es que nos toque la lotería! Supongo que era su forma de entender la vida, la suya y la que quería para nosotros.

A su manera nos hizo ver la diferencia entre tener mucho dinero para comprar muchas cosas y pedir un deseo mientras soplabas las velas de tu cumpleaños, por ejemplo.

Cuando cerrabas los ojos muy fuerte porque pensabas que cuanto más apretaras, más fácil sería que se cumpliese. Aquello que entonces parecía tan importante y ahora quizá no: que aquel niño de los ojos azules se fijase por fin, poder usar biquini, una habitación para mí sola o hacerme mayor más rápido; esos eran los míos.

También recuerdo que cuando era muy pequeña, detrás de las carrozas de los Reyes Magos, pasaban varios camiones cargados de paquetes. No estaban envueltos en papel de regalo ni nada, eran solo cajas, montones de ellas. Yo las miraba y cogía muy fuerte la mano de mi padre deseando con todas mis ganas que alguna de aquellas cajas fuese a parar a nuestro árbol. Me quedaba quieta mucho rato para ver si esos camiones doblaban por nuestra calle. No pedía que tuvieran algo especial dentro, quería una caja, la magia de que el cuento fuese verdad. No recuerdo haber vuelto a desear algo de ese modo.

Son esas sensaciones que el dinero no puede comprar por mucho que un anuncio las venda. Como cuando hacías algo muy bien y la recompensa era ¡una piruleta!, o tu madre te miraba la fiebre con un beso, o te hacías una herida y se pasaba en cuanto ella le soplaba. El poder de un soplido, el poder de lo más pequeño. Saber que da igual lo que pase cuando abras los ojos, porque todo saldrá bien.

Por eso este año tampoco quiero que me toque la lotería, lo que quiero, es que no se me borren las cosas pequeñas.