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José Manuel Ponte

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José Manuel Ponte

Aquel cine norteamericano

El colonialismo cultural se expresa mejor en cifras. Según un informe del Observatorio Audiovisual Europeo, el 68% de las películas emitidas en las televisiones durante la temporada 2015/2016 fueron producidas en los Estados Unidos y solo un 28% en países de la UE. Y porcentajes parecidos se dan en las películas proyectadas en salas de cine europeas. Una desproporción abrumadora que, según estudiosos del fenómeno, más que a una sintonía de gustos entre el público europeo y el cine norteamericano, cabe atribuir al férreo control de la distribución comercial, que se ha incrementado de forma notable a medida en que avanza el proceso de globalización económica.

Pero la pugna por conseguir una posición de predominio en ese mercado no es de ahora. Los de mi generación fuimos, durante la dictadura franquista, consumidores forzosos del gran cine norteamericano de los años treinta, cuarenta, cincuenta y sesenta. El cine europeo estaba destrozado por la guerra y por la huida de talentos hacia la inmensa factoría de Hollywood y tan solo sobrevivió entre las ruinas (al menos para el público español) el enorme impulso del cine italiano. Que empezó a hacerse notar con Roberto Rossellini y Vittorio de Sica y luego derivó hacia la tragicomedia y la comedia con Dino Risi, Ettore Scola, Luchino Visconti, Federico Fellini, Bernardo Bertolucci o Michelangelo Antonioni. Y todo eso servido por un plantel de actores y actrices verdaderamente extraordinario. Vittorio Gassman, Alberto Sordi, Marcello Mastroniani o el propio Vittorio de Sica, que era tan bueno y simpático delante de la cámara como detrás de ella. Y qué decir de mujeres como Silvana Mangano, Gina Lollobrigida. Sophia Loren o Virna Lisi, por no hacer la cita demasiado extensa.

Los de mi generación quedamos marcados para siempre con la visión de Silvana Mangano metida hasta media pierna en el agua en una escena de "Arroz amargo". O la de Sophia Loren, embutida en un traje ajustado y cogida de la barra de un tranvía en "La ladrona, su padre y el taxista". Nunca el talento fue tan bien acompañado por la belleza. El caso es que, salvo el cine italiano y ocasionales excepciones del cine francés y del británico, el público de mi generación solo consumía cine norteamericano, en su inmensa mayoría de buena factura técnica, incluido el de ostensible propaganda política.

Del cine español de la época no toca hablar hoy (556 palabras no dan para mucho) pero baste decir que no gozaba de buena fama por su pobretería y sus limitaciones de expresión tanto en el plano político como el religioso. "Españoladas" se les llamaba despectivamente a nuestras películas. El cine norteamericano, en cambio, era abundante en géneros y los había de muchas clases. Un gran cinéfilo, el escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, en su libro "Cine y sardina", distingue cuatro bien definidos. Las películas llamadas del Oeste, de indios y vaqueros, o simplemente de vaqueros; las películas de gángsters; las películas musicales (en las que dedica un comentario elogioso a las "inconmesurables piernas de Cyd Charisse") y las comedias que él llama locas con guiones de gran calidad literaria. Por supuesto, y al margen de esta clasificación, hay otros subgéneros como las películas bélicas, las de amor o sentimentales y las de espías. Y hasta las de directa propaganda anticomunista. Pero quedan para otro día.

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