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Matías Vallés.

Satanás alcanza la mortalidad

Charles Manson es la máxima aproximación a la perversidad absoluta del postnazismo. Dado que existían dudas al respecto, su fallecimiento demuestra que Satanás ha alcanzado la mortalidad. Si el asesino de Sharon Tate encarnaba el Mal con mayúsculas, qué puede añadirse sobre los adictos que hemos devorado cada revelación sobre sus crímenes.

No cabe concluir con certeza que Manson haya muerto para reanimar las ventas de "Las chicas", la sorprendente novela de Emma Cline sobre la captación de adolescentes para sectas no siempre nacionalistas. De nuevo, la fascinación mundial por la figura de Manson debería configurar un tipo penal. Junto al cómplice y el encubridor, una variante del cooperador necesario corresponde al espectador que garantiza la contemplación exhaustiva y dilatada en el tiempo. A menudo, la confianza en un público cautivo inspira al asesino múltiple, ahí están las numerosas peticiones de matrimonio al preso.

La gloria son los seres que no necesitan explicación, solo un nombre. Sin embargo, el etiquetado de Manson como la iniquidad en estado puro peca de simplificador. Si hay un cirujano del Mal sin adjetivos es Alexander Solzhenytsin. El pope ruso del Gulag podría haberse inclinado hacia la facilidad en la definición de su disciplina moral, pero prefería distinguir que "la línea que separa el bien y el mal no pasa a través de los Estados, ni entre clases sociales, ni entre partidos políticos, sino a través de cada corazón humano, y a través de todos los corazones humanos".

La conclusión no es que cualquiera podría haber sido Manson, en la labor de culpabilización global tan frecuente en quienes reparten la responsabilidad de un atentado a todos los vecinos del islamista en cuestión. Significa en cambio que Manson podría haber sido cualquiera. Es decir, no se puede prescindir de la encarnación del mal, y su espíritu también sopla donde quiere. Del asesino fallecido no nos separa la potencia, sino el comportamiento. Y un carisma que consideramos diabólico, pero que no deja de subyugarnos más allá de la muerte.

Manson llevaba casi medio siglo escrutándonos desde el fondo de su celda. La cárcel, suprema aniquilación del individuo, no había menguado su presencia. Tenía la facultad de devolvernos a voluntad al momento de los crímenes, cuando se proclamó redentor de los vicios humanos, cuando supo transformar a mujeres inocentes en instrumentos de destrucción sangrienta de la belleza.

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