Ourense cuenta, dentro de su patrimonio artístico, con varios ejemplos de escultura funeraria que dan testimonio de su importancia durante siglos. Ejemplo de ello son los sepulcros de la iglesia de San Francisco que parecen, al fin, haber alcanzado el reposo definitivo después de superar numerosas vicisitudes. Estos no son sólo una muestra de interés de la escultura funeraria gallega en los albores del Renacimiento, si no que también sirven para ilustrar ese laberinto de historias personales, políticas y religiosas de la poderosa familia de los De Noboa, señores de la casa de Maceda.

Con los De Noboa la ciudad vivió tiempos convulsos de discordias entre nobles, clero y ciudadanos. Víctima de estos enfrentamientos fue la comunidad franciscana, que a finales del siglo XIII vio desaparecer su convento situado en la actual plaza del Corregidor, cuando el obispo Pedro Yáñez de Noboa dio orden de incendiarlo por acoger en su templo a uno de sus enemigos.

Ante la gravedad de los hechos el Papa mandó llamar a Roma al prelado que desobedeció la orden en más de una ocasión. Ya en 1308 el Papa Clemente V le obliga a cumplir todas las penas impuestas anteriormente y a reedificar el convento. Al fallecer el obispo por estas fechas, fueron sus herederos los que dieron cumplimiento a la disposición pontificia de levantarlo de nuevo, pero no lo harían en el solar original sino en Vista Alegre, en las afueras de la ciudad.

Con la construcción del nuevo edificio la relaciones de los De Noboa con los monjes se restablecería y su iglesia se convertiría en la capilla funeraria de la familia. Transcurrido el tiempo, en 1835, la orden de supresión de los conventos obliga a los franciscanos a abandonar el suyo, que años más tarde se convertiría en el cuartel de Infantería, mientras, la iglesia, que es encomendada al obispado, se ve paulatinamente abocada al abandono por falta de recursos. En 1927, no sin polémica, se decide el traslado de parte del templo y los sepulcros al nuevo convento franciscano en el parque de San Lázaro.

El traslado a pesar de estar supervisado por miembros de la Comisión de Monumentos contribuyó a dificultar la lectura de las tumbas ya de por sí compleja debido a la abundancia de homónimos en la familia y a la reutilización de elementos y sepulcros a lo largo del tiempo. Al adaptarlos al nuevo espacio y variar la colocación original así como la pérdida de algunas piezas dejó algunas incógnitas que los diferentes estudios han ido resolviendo.

En la actualidad son cuatro los sepulcros que acoge el templo y que corresponden a Gonzalo de Puga y su mujer Teresa de Noboa, Juan de Noboa y su nieta Elvira de Noboa. Todos ellos pertenecen al siglo XVI, dos están datados en 1512 y los otros dos pocos lustros después.

Los artífices de todos ellos pertenecen al colectivo de escultores anónimos que convirtieron la piedra en portadora de la memoria a lo largo de los siglos. No obstante en su forma de trabajar se aprecian registros ourensanos ligados a un activo taller catedralicio fértil en experiencia como así lo atestigua obras como el Sepulcro del obispo desconocido.

Las tumbas se labran en un momento, en que en la periferia, en este tipo de escultura aún están en pugna confluyendo en el Plateresco el lenguaje medieval y el renacentista, lo que da lugar a una variedad de modelos formales.

En las obras que nos ocupa podemos hablar de una dicotomía ya que por un lado aún se mantiene el gusto medieval por los temas heráldicos de la decoración funeraria del siglo XV y por las tumbas con figura yacente como elemento central del monumento, muy extendida entre los nobles desde que se puso de moda en Francia en la segunda mitad del siglo XII. Pero también, por otro lado, se perciben ya referencias renacentistas en el mayor interés por el realismo en los retratos de los finados y en algunos elementos de la decoración plateresca que cubre el frente de dos de los monumentos.

Los sepulcros de Gonzalo de Puga y su mujer Teresa de Noboa son los que se pueden datar con precisión al aparecer la fecha, 1512, en las inscripciones de ambos. Ello hace suponer que fueron construidos en vida de sus propietarios lo que facilitaría una ejecución más realista de los retratados.

La figura yacente de Gonzalo de Puga aparece sobre el sarcófago ataviada con armadura y yelmo y con las manos sobre el pecho. Su cabeza descansa sobre dos cojines al igual que los demás finados y sus pies sobre un lebrel. A su lado un ángel sostiene un libro de oraciones entre sus manos. Todo ello tratado con detalle está enmarcado por un arco rebajado decorado con elementos vegetales que anuncian la transición al Plateresco. En un epitafio, el más extenso y laudatorio de todo el conjunto funerario, Gonzalo de Puga se declara vasallo de los reyes Fernando e Isabel y regidor de la ciudad. También, como el encargo de una tumba incluye la construcción o compra de una capilla funeraria para albergarla, el finado sigue informando que la de él y la de su esposa así como las de sus descendientes, serán acogidos en la capilla de Santa María fundada por los franciscanos. A su vez la heráldica que decora el monumento muestra el parentesco de Gonzalo de Puga con la casa de Villamarín.

El sepulcro de Teresa de Noboa que coincide en el tiempo con el de su esposo se aleja en el aspecto formal del arcosolio que lo cobija definido por un arco apuntado gótico en cuya clave aparece un tema tan medieval como es el del ángel conduciendo el alma del difunto a la presencia del Todopoderoso. Esto no deja duda que se trata de elementos aprovechados. Sin embargo la tumba enlaza estéticamente con la de su esposo. Teresa de Noboa también es representada yacente y con las manos sobre el pecho en actitud oración. Va ataviada con amplia vestimenta y apoya su cabeza en dos almohadones. A sus pies juguetean dos perrillos que rompen con la severidad de la escena.

Los otros dos sepulcros que completan el conjunto funerario del templo de San Francisco corresponden a Juan de Noboa y a su nieta Elvira de Noboa. El primero era señor de la casa de Maceda y recibió sepultura en la iglesia franciscana junto su esposa, como hace constar en la inscripción que figura en el frente de su sarcófago. Juan de Noboa fue padre de varios hijos que a su muerte pleitearon por la herencia. Entre ellos Teresa, representada por su esposo Gonzalo de Puga. Pedro Yáñez Noboa, su primogénito, rompe con la tradición de ser enterrado en este templo al manifestar expresamente su deseo de serlo en Maceda. Elvira de Noboa era su hija mayor y heredera al no tener hijo varón legítimo.

Los dos monumentos funerarios, a pesar del tiempo transcurrido entre el fallecimiento de Juan de Noboa y su nieta, son contemporáneos y aunque se desconoce su fecha exacta de ejecución se datan hacia finales del primer tercio del siglo XVI. Ambos presentan características formales coincidentes y sólo se aprecian pequeñas diferencias en los programas decorativos que enmarcan los arcosolios. Uno y otro personaje yacen sobre urnas sepulcrales revestidas con los hábitos que le son propios, él de guerrero con las manos sobre el pecho, ella con un manto de amplios pliegues y las manos juntas en actitud de recogimiento y oración. Un ángel y un paje acompaña a cada uno de ellos respectivamente. La decoración heráldica se limita a un escudo en uno de los ángulos superiores de cada sepulcro. La inserción de ángeles a modo de festón bajo el arco rebajado del arcosolio contribuye a crear una escenografía de recuerdo medieval. Los abundantes motivos ornamentales, grutescos, estatuillas o motivos vegetales, que adornan los arcosolios, aunque dentro de las soluciones decorativas del Plateresco anuncia la presencia de elementos renacentistas.

(*)Doctora de Historia del Arte, catedrática de Secundaria.