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Juan José Millás.

¡Atención!

¡Qué rara, la afirmación de Oriol Junqueras según la cual su condición de creyente resulta incompatible con la práctica de la violencia! Me pregunto si la hizo por ignorancia o por ingenuidad. ¿Desde cuándo la fe ha sido una garantía de pacifismo? La realidad dice lo contrario. No dudamos, en fin, de la bondad del líder de Ezquerra, pero sin duda tendrá otros orígenes. Yo, por ejemplo, no creo en nada, pero somatizo mucho. La violencia me pone enfermo. Del aparato digestivo sobre todo. De ahí mi ardor de estómago. Se me quita cuando paso tres días seguidos sin ver el telediario. Ahora mismo ha repuntado con fuerza por culpa de los mensajes que se intercambiaban esos policías municipales de Madrid de los que ustedes ya tendrán noticias. Destilan tal agresividad, tal odio, que a uno le da vergüenza pertenecer al género humano. Iba escuchándolos en la radio, con mi nieta en el asiento de atrás, y tuve que apagarla para evitar que me hiciera preguntas sobre el caso. No habría sabido qué rayos responder. A lo mejor le habría recomendado un antiácido. Es probable que alguno de esos odiadores sea creyente. Las creencias vienen produciendo toda serie de catástrofes desde que el mundo es mundo. Resulta más eficaz somatizar.

Con todo, lo peor del caso fue la tibieza con la que, al menos en los primeros momentos, se manifestaron la mayoría de los sindicatos policiales. ¿Cómo no les producía espanto tener compañeros que dicen, y que quizá hacen, esas cosas? Que estaban en la calle para matar, escribían. Lamentaban que Carmena no hubiera sido asesinada en los atentados de Atocha y tachaban de basura a los pobres inmigrantes, además de adorar a Hitler. Estamos hablando de personas con un empleo fijo, pagado por los ciudadanos, y a los que se les supone una formación superior a la media. ¿O acaso le entregan la pistola y la porra al primero que llega? El suceso debería haber provocado entre las fuerzas de seguridad un escándalo de magnitudes oceánicas. La tibieza a la que nos hemos referido antes constituye una forma de violencia subterránea que da más miedo, si cabe, que la manifiesta. Conviene ser pacifista también frente a esas variantes solapadas de agresividad a las que quizá Junqueras no presta la atención que se merecen.

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