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Humanos y digitales

Cada vez con mayor frecuencia, al salir de casa o pasar por delante de un portal, me encuentro en la tesitura de evitar un choque con alguien que sale o camina encorvado, los ojos fijos en la pantalla de su móvil, sin prestar atención al entorno. Ese alguien es un digital. Una sonrisa de satisfacción y de aquiescencia se insinúa en su rostro mientras desliza el arco de violín del índice sobre la superficie luminosa.

No es la sonrisa de Narciso, Narciso no sonríe, absorto y pensativo. Simplemente, el digital está contento de participar en la construcción de ese cerebro colectivo de su grupo de amigos, su hormiguero, al que traslada en continuo trabajo, día a día, todas las banalidades (y las barbaridades) de las redes e incluso se atreve con el mundo exterior por medio de la inevitable fotografía reductora de la complejidad de aquel para volverla papilla asimilable por su metabolismo. Ni siquiera como el último hombre de Nietzsche, el digital pregunta qué es amor y qué es estrella. La estrella es una imagen seca, mariposa alfileteada, en su aparato y el amor lo expresa con unos pictogramas primitivos llamados (de un modo horrible) emoticonos que se adecuan a un lenguaje de sintaxis simplificada y palabras ómnibus. Al margen, diré, los digitales son golosos del llamado arte contemporáneo, especialmente de aquellos aspectos del mismo caracterizados por una sintaxis de pura yuxtaposición objetual, carente de significado interno y que guardan un aire de familia con la "forma mentis" de sus operaciones en los móviles.

Un nuevo miembro surge en el cuerpo de los digitales. Por él, dos conquistas de la evolución humana, la libertad de las manos y la cabeza alzada con la mirada en el horizonte (Oh auriga de Delfos!) Involucionan. Las manos se hallan de nuevo ocupadas. Ya no sujetan las ramas de los árboles, una sostiene el móvil y otra lo estimula bajo la inclinación de la mirada que vigila el angosto campo de observación. Este onanismo electrónico neutraliza la diferencia de sexos y conduce a la aparición de una especie diferente de la de los humanos, especies entre las que, a la larga, no habrá atracción ni intercambio sexual.

El destino de los humanos parece comprometido ante la aparentemente imparable extensión de los digitales. El Cyborg, como nueva etapa de los mismos, aparece ya en el horizonte, pero me tranquiliza pensar que nada que contradiga tan radicalmente la situación a que nos ha llevado la evolución y que esté tan estrechamente adaptado a un nicho técnico tan concreto pueda ser perdurable. Imagino una gran catástrofe futura como la que acabó con los dinosaurios y que permitió la expansión de los mamíferos. Por ejemplo, el gran apagón electromagnético de origen solar que exterminará a los digitales y liberará a los humanos que en su uso de la tecnología no serán transformados por ella.

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