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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

Advertencia de los meteorólogos

Preocupados como andamos por asuntos de menor entidad como identidades territoriales, sentimientos patrióticos, pasados legendarios, enrevesadas disquisiciones jurídicas y política de corto recorrido en general, ha pasado casi desapercibido el terrorífico informe que la Organización Meteorológica Mundial, organismo dependiente de la ONU, hace público anualmente. Según se puede leer en ese informe, de cuyo nivel científico nadie duda (excepto importantes retrógrados como el señor Trump), durante el año 2016 aumentó peligrosamente la concentración en la atmósfera de dióxido de carbono (CO2), el principal gas de efecto invernadero y por lo tanto responsable del aumento de la temperatura global.

Una concentración que representa nada menos que un aumento del 145% respecto de los niveles preindustriales, o dicho en otras palabras, de cómo era el clima mundial allá por el año 1750. Justamente el año en el que se abolió el Tratado de Tordesillas (cuando, España, 9.300.000 habitantes, y Portugal, cerca de 3.000.000, se repartieron los nuevos territorios descubiertos) muere Juan Sebastian Bach, y Benjamin Franklin inventa el pararrayos. Entonces, el planeta era perfectamente habitable pero ahora, solo 267 años después, los meteorólogos nos avisan de que "la última vez que la tierra conoció una cantidad de CO2 comparable fue hace entre tres y cinco millones de años cuando la temperatura era entre 2 y 3 grados más alta y el nivel del mar era 10 o 20 metros mayor que el actual". Unas condiciones de vida de las que los humanos modernos no tienen experiencia previa y por tanto es imposible predecir cuál va a ser su reacción.

Y menos aún la de la clase política y financiera, que ha dedicado lo mejor de su esfuerzo a quitar importancia al fenómeno y a retrasar la adopción de medidas que perturben el modo de producción capitalista (o neocapitalista-marxista, como el de China) que es uno de los principales coadyuvantes del deterioro medioambiental. En ese sentido, nadie puede llamarse a engaño ni excusar su responsabilidad ya que la comunidad científica viene advirtiendo del peligro desde hace bastante tiempo. Conviene recordar que en 1979 una comisión dependiente de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos tras una serie de estudios llegó a la conclusión de que el aumento de CO2 en la atmósfera estaba alterando el equilibrio energético de la Tierra y por tanto acabaría por producir importantes cambios en el clima.

Unos cambios, por otra parte, perfectamente constatables. Los glaciares desaparecen, el hielo de los polos se derrite, la diferencia entre temperaturas diurnas y nocturnas disminuye, los animales modifican sus recorridos, las plantas anticipan su floración, los huracanes adquieren una fuerza nunca vista, las sequías adelgazan el caudal de agua de ríos y pantanos, y los océanos se acidifican. ¿Hay forma de poner remedio a todo eso? Parece difícil esperarlo a la vista del comportamiento de una gran potencia como Estados Unidos respecto del cumplimiento de los acuerdos alcanzados en la Conferencia de París.

Pero no hay que desesperar. Ahí tenemos, para agarrarnos a la esperanza, el caso de la capa de ozono que nos protege de las radiaciones solares. Estaba siendo agredida por la emisión a la atmósfera de clorofluorocarbonos empleados de forma masiva como refrigerantes y su extensión disminuyó peligrosamente. La industria y la clase política se resistieron a prohibir su uso, pero al final entraron en razón.

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