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Juan Gaitán

Palabras rotas

Estos días aflora la grosería, no el insulto inteligente

Escribo a veces sobre las palabras, a las que tanto debo y que tanta fascinación han ejercido siempre en mí. Cae uno en la cuenta, de repente, de que las palabras usan las palabras para explicarse. Ninguna otra ciencia o arte humanos se explica utilizándose a sí mismo. La pintura, la astrofísica y la poda de los almendros se explican con palabras, pero sólo las palabras se explican consigo mismas, en un laberinto infinito que tiene mucho de borgiano. Por eso no es tan raro que alguien dijera que su patria era su lengua (frase que se ha adjudicado, entre otros muchos, a María Zambrano, a Pessoa y a Juan Gelman), pero la realidad es que andamos todo el día dándoles vueltas a las pobres palabras y lógico es que, con lo torpes que somos, acabemos desgastándolas y abollándolas por todas partes.

Últimamente noto muy desmejorado, especialmente, el sublime negociado del insulto, tan vivo en otros tiempos y que se ha empobrecido muchísimo, lo que no es más que una señal, otra más, del empobrecimiento cultural que atravesamos. Sabemos que nuestros antepasados insultaban divinamente. Es muy conocido que Quevedo dominó ese arte quizás como nadie nunca más lo hizo, y que Schopenhauer publicó una obra sobre "el arte de insultar", pero hace ya mucho tiempo que hemos ido perdiendo ese arte, y ahora que se limita a unas cuantas palabras malsonantes, ya no tiene el insulto la prestancia, la fortaleza intelectual que una vez tuvo.

El insulto debe ser particular e intransmisible. Decir "cornudo" o "gilipollas" no es insultar, es una grosería, nada más. Insultar (que es de la misma familia que "asaltar", o sea, "caerle a uno encima") es una forma de herir definitiva, incurable. No debe salirse indemne de un insulto, porque el insulto, si es tal, te arranca un trozo de ti mismo y te quedas así, mutilado para los restos.

Sin embargo, todo eso lo hemos perdido. En estos días convulsos que estamos viviendo, con un enfrentamiento cada vez más tenso, aflora la grosería pero no el insulto inteligente (lo que no deja de ser un pleonasmo, porque todo insulto, para serlo, ha de ser inteligente). Todo lo resolvemos ahora con llamar "fascista" al contrario. Nos hemos llenado de repente de fascistas, están por todas partes y en todos los bandos, por sorprendente que parezca. En nuestro poco original desenfreno llamamos "fascista" a todo el mundo menos, curiosamente, a los fascistas, que a esos, tal vez por no ofenderles, les llamamos "ultras". Y así vamos, que no hay forma de entendernos los unos con los otros.

Deberíamos tener un taller para reparar las palabras, un sitio donde llevarlas y reponer lo que de ellas hemos estropeado. Como democracia, que casi nos la hemos cargado.

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