Hace unos días, un periódico me publicó una columna pero con la foto de un célebre escritor en vez de la mía. Me sentí halagado por la confusión, aunque no sé qué pensaría el célebre escritor. Seguramente alguien por la calle le diría: hay que ver que columna más mala, no parece tuya. Confundido por la confusión fui a lavarme la cara. Yo soy muy de lavarme la cara tras leer ciertas noticias, dado que puede salpicarme bilis, almíbar, datos o metáforas de esas que se te meten en el ojo y ya andas todo el día fastidiado y lagrimeando, con grave riesgo de tropezar y romperte la tibia o la parte del cerebro que evita los pleonasmos.

Me tomé un café y salí a dar un paseo. Fue abandonar el portal y se me acercó una señora a pedirme un autógrafo. Tras reponerme de la impresión se lo firmé. La señora miró el garabato y me dijo: es usted un cachondo. Ande, firme con su verdadero nombre. Puse entonces el nombre del célebre escritor y la señora quedó contenta. Tan contenta, que se arrancó a cantar una zarzuela, motivo por el cual, dos señores circunspectos y mostachones, con boina y algo de barriga le hicieron unas chanzas y requiebros y le lanzaron piropos picantones.

A mí aquello me pareció muy bien, incluso tema de columna, pero como nadie me echaba cuentas, apreté el paso en dirección a no se sabe muy bien dónde. Pese al atolondramiento, no pude evitar escuchar a dos adolescentes que a mi paso decían, mira ahí va el célebre escritor. Tuve que volver a casa, claro. Tanto tiempo anhelando la fama y ahora que la tenía en la puerta de mi casa me estaba resultando desconcertante. Encendí el ordenador. Abrí el periódico. Allí estaba mi texto. Había cogido algo de poso e incluso se le habían curado dos erratas. Cosa extraña. Las erratas son de las pocas cosas que el tiempo no cura. Pero la foto era la misma. La del escritor célebre o célebre escritor, no la mía. Supongo que ya está usted, perspicaz y cómplice lector, preguntándose cuándo voy a hacer lo que tenía que haber hecho desde el principio. O sea: mirarme al espejo.

A lo mejor es que ni sé quién soy. O qué cara tengo. Diría: me armé de valor, pero mi valor es defensivo, es de llevar en el bolsillo por si acaso y no un valor de blandir, enarbolar o amenazar. Y me miré: el caso es que me sonaba la cara. Era un rostro célebre, claro. De la tele o los periódicos, tal vez. Me quedé espantado. Y me puse a escribir mi columna. La envié. Pero ya no me atrevo a abrir el periódico.