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José Manuel Ponte

inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

Independencia de quita y pon

Los sucesivos intentos de proclamar la República independiente de Cataluña tienen una larga tradición histórica de fugacidad. El 14 de abril de 1931 Lluís Companys y Francesc Maciá, aprovechando la euforia de la caída de la monarquía borbónica, proclamaron con una diferencia de hora y media primero la República y después el Estado catalán. Una situación alegal que duró solo unos pocos días tras la promesa de las nuevas autoridades republicanas de Madrid de redactar un Estatuto de Autonomía. Tres años más tarde, el 6 de octubre de 1934, Lluís Companys proclamó la República catalana dentro del marco de la República española, lo que dio paso a la intervención del Ejército al mando del general Batet. Hubo 46 muertos y tres mil detenidos, entre ellos el propio Companys y el resto de los dirigentes secesionistas.

El destino final de los principales protagonistas de este episodio resultó trágico. El general Batet, catalán y conspicuo republicano, fue fusilado el 18 de febrero de 1937 y Companys, ya terminada la Guerra Civil y exiliado en Francia, fue detenido por la Gestapo y entregado a la dictadura franquista, que lo fusiló en el castillo de Montjuic el 14 de octubre de 1940. Y así terminaron, de forma abrupta y con gran desgarro social, los dos primeros intentos serios de proclamar una República catalana independiente. Luego llegó la larga noche de piedra del franquismo y esas aspiraciones quedaron congeladas hasta la muerte del dictador y el inicio de la transición a la democracia. Confiaron entonces los partidarios de la República catalana en que, transcurrido el tiempo, y consolidada una comunidad autónoma a la que se han ido transfiriendo las principales competencias del Estado (excepto el control de fronteras, la representación exterior, la recaudación de impuestos, la defensa nacional, y la seguridad social) habría llegado el momento de reivindicar la independencia, contando para apoyarla con una intensa movilización de una parte importante de la ciudadanía a la que se prometió poco menos que la absoluta felicidad civil en el nuevo Estado. Y todo ello amenizado con música de un Lluís Llach que, después de un largo viaje por el Mediterráneo, hubiera llegado por fin a Ítaca. El resto es historia próxima y conocida. Hasta que arribamos a este momento en que la mayoría del Parlamento catalán, desbordando la legalidad vigente, anunció la posibilidad de declarar la independencia el pasado 10 de octubre. Una situación teñida de dramatismo que concluyó con una formulación ambigua del presidente de la Generalitat sobre el derecho a crear un Estado independiente pero aplazado en el tiempo mientras se negocia la independencia.

Pocas veces en la historia se habrá dado el caso de una declaración de independencia que haya durado menos en la boca del mismo que se apresuró a proclamarla. Tan pronto como la anunció la dejó inmediatamente sin efecto. Visto lo visto el presidente del Gobierno ha resuelto recurrir al artículo 155 de la Constitución para emplazar al señor Puigdemont a que explique con claridad si ha proclamado o no la independencia, porque del texto de su discurso no se deduce nada definitivo. El artículo 155 da un amplísimo margen de discrecionalidad al Gobierno para que adopte las "medidas necesarias" para restaurar la legalidad. Medidas que pueden ser acertadas o erróneas pero nunca arbitrarias ni desaforadas.

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