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Matías Vallés.

El domador de celebridades se jubila

Graydon Carter ha definido el concepto de celebridad durante un cuarto de siglo desde la dirección de la edición estadounidense de Vanity Fair, rechace imitaciones vulgares del mismo nombre. Ahora se jubila, después de combinar sin titubear una portada con el embarazo a flor de piel de Serena Williams, con el descubrimiento de la verdadera identidad de la Garganta Profunda de Woodward y Bernstein.

A Carter le corresponde el título de domador de celebridades. No ha influido en el periodismo contemporáneo, lo ha definido. Cuando usted salta de las menudencias del España-Cataluña al asombro de que Felipe VI haya acudido a una boda sin la Reina Letizia, a quien se guardaba un sitial adjunto en el templo, está siguiendo la hoja de ruta del director de orquesta de VF.

Ningún asunto es lo suficientemente pomposo para no admitir una banalización. Y ninguna frivolidad es tan nimia que no admita la redecoración de un ensayo filosófico. El periodismo de Carter puede leerse en el cuarto de baño y en los salones de mobiliario postinero. Enlazaba las primeras fotos como mujer del atleta Bruce Jenner, con una dilatada investigación sobre el terreno de Afganistán.

En contra del periodismo actual de reportajes de tres párrafos con tipografía gigantesca, las piezas de VF son más jugosas cuanto más extensas. Graydon Carter retozaba con la fauna de Hollywood mientras firmaba artículos editoriales contra los delirios imperiales de George Bush, o contra ese "ser vulgar de dedos cortos" llamado Donald Trump. A menudo encarnó la oposición de un solo hombre contra la Casa Blanca, sin apearse del aire festivo exigido por su feria de las vanidades.

Solo la incorporación y proyección planetaria de Christopher Hitchens, obligaría a rendir un homenaje a Carter. Tenía que encerrar en una suite de hotel surtida de whisky al sucesor británico de George Orwell, para que escribiera sus deslumbrantes retratos sobre las figuras emergentes del cinematógrafo. A cambio del lanzamiento, Hitchens tenía que someterse a una depilación brasileña o a la tortura de la asfixia simulada, siempre traducidas a crónicas inigualables.

Carter ha sabido reconocer el talento ajeno, la mayor virtud en una profesión de egos desbocados. Sistematizó la celebridad sin sucumbir a ella, porque ni siquiera pecaba de estadounidense. Es canadiense, la versión congelada de los norteamericanos. Se marcha a los 68 años, después de haber conocido un declive por pluriempleo, de restaurador a productor de Broadway. Empezó en la revista satírica Spy, la mejor escuela de periodismo.

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