En un mundo en permanente y acelerada renovación tecnológica y social, toda economía que aspire a ser eficiente y competitiva tiene que exhibir grandes dotes de resiliencia para adaptarse con velocidad extrema a la infinidad de cambios en marcha. Y eso conlleva tres aspectos claves: el primero, nuevos hábitos empresariales, con una disposición mayor a innovar, experimentar y arriesgar; el segundo, una mayor dosis de flexibilidad por parte de los trabajadores, que deben asumir el dinamismo y la implicación como parte esencial de las relaciones laborales modernas, y el tercero, la supresión de las barreras burocráticas, de manera que todas las administraciones dejen de secuestrar en sus laberintos de papel tantos proyectos cuyo éxito depende más que nunca de la inmediatez. La receta es general, pero le va como anillo al dedo a Galicia, que necesita exactamente eso, según coinciden en diagnosticar tanto los representantes empresariales y sociales como los analistas económicos y los foros de expertos que radiografían la salud empresarial gallega.

Las estrategias empresariales ya no se definen en el largo plazo. Hay que reinventarse cada día. La capacidad de mutar con agilidad, de variar los planes en muy cortos periodos y de rectificar cuando las perspectivas cambian es la condición fundamental para que una empresa pueda sobrevivir y obtener éxito.

Sectores enteros quiebran, como el de la construcción. Otros nacen, como el comercio electrónico, los drones, los videojuegos o la minería de datos. Las empresas que no se adaptan a las reglas de estos tiempos acelerados, de hallazgos continuos y recesiones demoledoras, se estancan y desaparecen. No hay tregua, pero sí esperanza. Aquellas compañías, por el contrario, que pasaron a la acción para reorientarse, sujetaron con fuerza el timón de su destino y determinaron con claridad y sentido común otro rumbo sí gozan de segundas oportunidades. Incluso las volcadas en mercados absolutamente deteriorados por el vendaval, como el de la maquinaria pesada o la ingeniería naval, lograron salir a flote incrementando fortalezas.

Lo que las compañías gallegas precisan para desenvolverse con solvencia en el mundo implica un profundo cambio de mentalidad. Que la innovación es determinante para modificar el modelo productivo constituye un tópico socorrido. Y no por repetido, asimilado. La sociedad gallega afianza, de palabra, su fe en el valor de la investigación. Pero dista mucho de demostrarlo con hechos por sus apuestas y prioridades.

Los científicos claman en el desierto. No se cansan en denunciar el desapego por el talento y su retorno. Los empresarios, salvo contadas excepciones, minimizan las inversiones en I+D+i. Desde que comenzó el siglo, este capítulo apenas crece en Galicia. En algunos casos llegan a ofrecerse contratos de seis meses para desarrollar programas, como si en un periodo tan exiguo fuera posible obtener réditos. Tampoco las administraciones ponen el empeño debido. En la reciente apertura en Vigo del curso universitario gallego, las universidades alertaron del retroceso de décadas ocasionado por los severos recortes en innovación durante la crisis. Sin innovación, el rendimiento baja. Pero también hay que exigirle con firmeza a las universidades resultados, de manera que se prime como se merece a las que cumplan con los objetivos frente al café para todos. No solo se trata de aumentar los recursos sino de que en correspondencia sus gestores metan la tijera en los departamentos con plantillas inflacionarias e ineficientes, y que se seleccione a los mejores frente a la endogamia que todavía persiste en muchas de estas instituciones.

La complejidad a que obligan los mercados y el imperativo de estar de inmediato cerca del cliente no se corresponde con la parsimonia con la que toman los asuntos las administraciones, en general, y su enjambre de cargos y despachos en particular. Los empresarios se consideran más damnificados incluso por el exceso de burocracia, fruto de la superposición de entes públicos, que por los impuestos. Simplificar trámites es el cuento que venden cada ejercicio el Estado, las autonomías y los ayuntamientos. La cruda realidad determina que cualquier permiso no se libra de una retahíla de ventanillas. España figura entre los países europeos que más trabas plantean a la apertura de negocios. Tanto que el tiempo que se hace necesario para iniciar una actividad ha llevado a muchos inversores a enterrar sus proyectos o irse con ellos a otras latitudes.

En Portugal, por citar el ejemplo más próximo y el que más nos afecta, pese a tener una economía menos desarrollada que la nuestra, dan, con diferencia, mayores oportunidades a empresas y emprendedores. No solo es una cuestión de suelo "low cost" como el que se ofrece a manos llenas al otro lado de la frontera ni de salarios bajos ni de baja presión fiscal. Su competitividad tiene mucho que ver con las menores restricciones para crear un negocio, la disminución de trabas para mover las mercancías y la mínima burocracia que permite abrir fábricas en plazos ínfimos a tiempo de responder a las urgentes y cambiantes demandas del mercado. Por eso, se han creado tantas expectativas sobre la inminente ley gallega de Fomento de Implantación Empresarial con la que la Xunta pretende retener industria en la comunidad y atraer inversiones con más facilidades, ventajas fiscales y un drástico hachazo a la burocracia. O dicho de otro modo, plantar cara al creciente desembarco de industrias en el norte luso y tratar de atraer alguna de esas inversiones.

No existe proceso de transformación sin el capital humano. Y la dificultad de reclutar a los profesionales adecuados, por las carencias del sistema educativo y por la falta de compromiso, emerge como lamento común. Los trabajadores se erigen en el principal activo de cualquier empresa. Es complicado implicarlos y apasionarlos en el actual ambiente de volatilidad. Los tiempos requieren un marco laboral con menores rigideces y también, para recuperar el círculo virtuoso, salarios adecuados que recompensen la iniciativa y la dedicación. Sale caro instruir a un operario para que lo arrebate la competencia, pero más no formarlo y que se convierta en una rémora tóxica. Tienen que ganar los trabajadores, y también los empresarios. Sin beneficios no hay creación de empleo, ni riqueza, ni reinversión productiva, ni recursos públicos con los que sostener el Estado del bienestar.

Las empresas bien gestionadas en casa son las que también triunfan fuera. Asomarse al exterior, con tiento y prudencia, supone un requisito indispensable en la nueva dinámica. Exportar forma parte de una cultura que exige dominio. El 80% de las sociedades gallegas cuenta con menos de dos trabajadores. El tamaño representa un obstáculo no menor, aunque relativo. Facilita economías de escala y proporciona seguridad, pero de compañías pequeñas también brotan novedades interesantes. Con los medios actuales, la dimensión apenas impone barreras. Ni la adversidad de los ciclos levanta muros infranqueables para quien sabe lo que quiere y hace con excelencia lo que sabe. Algunas empresas triplicaron su facturación en plena crisis.

Rendimiento y esfuerzo van parejos. "Con buena materia prima, los milagros existen", acostumbra a sentenciar un conocido empresario. Pues bien, Galicia cuenta con buena materia prima de sobra. Necesita ideas ganadoras para explotarla. No puede competir en costes o bajando precios. Sí en calidad y valor añadido. Al final todo se resume en aumentar la productividad. Hacer más y mejor. Arrimando todos el hombro en esa dirección, la luz brillará al final del túnel.