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Soserías

Gobernantes insustituibles

Los políticos que se eternizan en el poder

Por algún sitio de su obra sobre el Príncipe o sobre la primera década de Tito Livio anota Maquiavelo que un pueblo que vive largo tiempo bajo un príncipe se acostumbra a servir, a buscar favores y acaba olvidando cómo se delibera acerca de los asuntos públicos.

Notable observación la del florentino que nos indica en prosa elegante y buida el problema planteado por el gobernante al que podemos llamar, en lenguaje menos sutil, "pelmazo", es decir, el tipo fastidioso que muestra un empeño macizo de perseverancia y una afición incurable a dar la tabarra sin el menor miramiento hacia el paso del tiempo, esa hucha, ay, que guarda nuestros destrozos y encima los exhibe como trofeos.

A veces no se trata de un sujeto aislado sino que es achaque afectante a una familia que, sin ostentar blasones ni haber ganado batallas a moros ni arrebatado castillos a otros infieles, se convierten en maestros en el arte de pulir y pulir las armas del poder, apropiándose de ellos y aplicándoles las reglas de la usurpación.

Ahí está el caso supremo de la familia Kim en Corea del Norte, entrañables sujetos que, con tal de proporcionar cada día una alegría distinta a sus súbditos, son capaces de sacrificarse por ellos años y años: bien construyendo un costoso misil y enviándolo a un vecino para que se entere de lo que vale un peine; bien fusilando a un íntimo colaborador por haber traicionado alguna máxima política, lo cual es siempre una desagradable circunstancia para cualquier persona de natural tierno (y estas son frecuentes entre los Kim). Al fin y al cabo, si el fusilado estrena una vida nueva, una vida de fantasma perdurable, ajeno ya a las zozobras mundanas pero abierto a cabriolas y sustos ¿de qué se queja?

O los Castro, que llevan decenios velando por la felicidad de los cubanos a muchos de los cuales los envían a la sombra y estos, lejos de agradecerlo en una isla en la que el sol y el calor son implacables, se revuelven contra ellos y les acusan de dictadores y no sé de qué otras maldades, todo en medio de exabruptos tan injustos como descomunales. No entienden estas gentes el valor simbólico de las sombras que son, en rigor, caminos por los que se puede pasear en sigilo hacia la conquista de los sueños más virtuosos.

En América Latina abunda el gobernante pelmazo: ahí estuvieron los Perón y están los Kirchner, ahora Lula que, por más que se acumulen sobre él condenas y más condenas, sigue en la brecha, embriagado por la locura de nuevos desafíos y renovados martirios, todos en beneficio de sus compatriotas.

Trump va de estreno y allí una sabia disposición le prohíbe trabajar por el bien común más allá de los ocho años pero, si este hombre se halla donde se halla, se debe en buena medida a que una señora, que había sido primera dama y después ministra de Asuntos Exteriores, se empeñó en seguir cuidando de sus compatriotas a pesar de que sus mejores amigos le advirtieron de que estaba rodeada de desagradecidos dispuestos a votar a cualquiera con tal de no volver a verla nunca más en el escenario reluciente del mando. Y así fue: el regalo está a la vista.

En Europa ¡ay en Europa! también aquí, en este continente tan viejo como artrítico, tan joven como promisorio, abundan -me ocuparé de ellos- quienes se empecinan, aunque con modales civilizados, en mirar fijamente el fulgor oculto del poder, en alimentar sin descanso la llama votiva de su autoridad, es decir, esos pelmazos que cantan, como remeros infatigables, la canción del predestinado, la balada cansina del insustituible.

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