Una berza y una rosa se yerguen tras el cerco de una fina valla de alambre. Están juntas y se miran con orgullo, como retándose, en el linde de una pequeña huerta doméstica. Es una huerta real que puede encontrarse en casi cualquier lugar de Galicia. La huerta puede estar acostada junto a una casa de piedra en una aldea tranquila. Una aldea donde la sal de la mar tirita en la brisa. O quizás una aldea donde el orvallo huele a chimenea y a monte y a leyenda. Puede incluso que la huerta no esté en la aldea, y que palpite con la inquietud de una niña extraviada en algún recoveco de la ciudad.

En la bella Auria, bajo un fornido viaducto de hormigón, asomada a la ribera del Barbaña, titila, como una flor de campanilla envuelta por el rumor de las aguas y el runrún de los autos, una casita amarilla que tiene una huerta primorosa. Es una huerta pequeña, como de un cuento tradicional, o como si estuviese cuidada por la pericia de un hobbit. Está echada al pie de un edificio que se empina como una mole de granito y cemento.

Es una huerta-jardín tirada a cordel, como un minúsculo Versalles con aire hortícola. En ella se alinean verduras y flores de ornamento: en un cuadrado flotan etéreamente las hojas del cebollino como canutillos de fino papel oliva, y canta chillona la anaranjada flor del calabacín (es tan vistosa que parece una artista pop); en otro retazo los pompones de las dalias dan su tono fucsia, como de crepúsculo algodonoso atrapado en una burbuja, junto a las amorosas margaritas de blancos pétalos que desoja con infinita parsimonia, con paciencia proverbial el viento de los días.

Tiene la huerta-jardín una vida como de arcoíris floral, con sus colores mezclados al tuntún, sin pauta o patrón que se lea a bote pronto, pero con ciertas notas de armonía salidas del pincel un tanto extravagante y expresionista del jardinero; tienen un colorido de opereta, tal como si fuesen trajes de cómicos que van a ensayar algo muy alegre bajo el cielo, ya sea azul y luminoso o grisáceo y plomizo, ya brille el sol, ya caiga el orvallo; allí, entre tanta tonalidad, se escucha de fondo el alalá y la muñeira trasmutados en notas vegetales.

Allí también -algo individualizadas respecto al conjunto, ambas como un poco mayestáticas en su verticalidad- están la berza y la rosa, que han sido cultivadas con igual mimo por una mano diligente, una mano que intuye en cada una de ellas el pálpito perenne de un símbolo contrario.

Una, la berza (con profusa compañía de sus congéneres), en su rusticidad -con su verde reptiliano y primordial- representa el vencimiento del hambre; es la sustancia básica y humilde de un caldo caliente que apacigua esa "fame negra" que tanto ha sufrido Galicia. Esa berza es ruda, posee una hoja de estoica filosofía; es verdura espartana que aguanta con entereza el aguacero y el mordisco del gusano, y se resiste a la blandura cuando hierve en la cazuela; pero, una vez domeñada por la persistencia del hervor, da gozoso paladar a un plato de cocido. La berza remite, de modo esencial, al alimento terrestre.

La otra, la rosa (con su presencia más solitaria) es flor de refinamiento -suave tersura de pétalos de sangre-, y representa el triunfo de la belleza y la victoria sobre el dolor y la muerte cuando es de tonalidad encarnada, por su afinidad con el fluido vital; y es que generalmente esa rosa de las huertas es roja, aunque uno también la ha visto blanca o amarilla. Esa rosa tiene algo de rosa de los vientos, parece que señala un rumbo en el horizonte, quizás el rumbo que va de la vida al más allá. Es una flor sublime, trascendente, que parece alimento celestial, su perfume tiene algo de substancia virgen; no en vano la simbología cristiana llama a la Madre de Jesús "rosa sin espinas".

La rosa no se casa con el puchero. Pero bien puede acompañar a una novia, cogida en un ramo o prendida en una corona. Y como corona se usaba para cubrir la cabeza de los asistentes a las fiestas dionisiacas, en la creencia de que los efluvios de la flor refrenaban la verbosidad de las lenguas embriagadas. Era la rosa del silencio, que también se labraba con cinco pétalos en los confesionarios, para significar que lo que allí se decía permanecería en la confidencia, sub rosa: bajo la rosa. Puede que esa rosa vaya al camposanto y se eche sobre una lápida para acallar para siempre los pecados de un recién difunto.

Esa berza y esa rosa que se confrontan en la huerta, y parecen estar entre el aquí y el más allá, conforman un símbolo de honda significación, son la síntesis botánica de una rica cultura; son los polos de un complejo espectro de existencia donde los opuestos se armonizan y se comportan como complementarios. Ambas se miran y se tocan para significar la pervivencia de una realidad a lo largo del tiempo. Esa realidad, que es la suma de una tierra y una tradición y una historia forjadas a través de los siglos, se llama Galicia.

Si esta simbólica unión de la berza y la rosa tuviese un retrato del fabuloso Arcimboldo -aquel artista italiano que con flores y frutas, plantas y animales pintaba rostros- se parecería a un dios Jano con sus dos caras mirando cada una para distinto lado: una con trazas de huerta y con la berza puesta al moño, y la otra con aires de jardín y con la rosa en una boca florida.

Es curioso ver que esa síntesis botánica que se establece entre la berza y la rosa, esa tensión de fuerzas que se atraen y repelen, tiene su eco en otros lindes de esta magnífica realidad llamada Galicia. Aquí y allá se encuentran berzas y rosas que se miran y se retan; a veces de un modo evidente, otras sutil.

Así tenemos el aroma apostólico del magnífico botafumeiro que inciensa el sudor de los peregrinos; o el sabor extremadamente recóndito a limo en el manjar sensual de la lamprea, que tanto gustaba a los romanos, y de la que el estudioso de finales del siglo XVIII Joseph Cornide decía que era a un tiempo de sabor "fuerte" y "delicado". Y esto es así porque Galicia es una realidad histórica inaprensible que pasa del alfa al omega (y viceversa), que traza una curva pendular que une el aire de la gaita con la piedra del Obradoiro, el agua del océano con el fuego de San Xoán.

Galicia es esquiva como el raposo del monte, y concreta como los dólmenes milenarios. Un espacio caleidoscópico donde florecen los matices y las sutilezas como la leve flor amarilla sobre la espina del tojo o la libélula azul cobalto prendida en las fauces de la nutria. Es dura como la uña del percebe. Y blanda como el queso de tetilla. Acre, como el centeno. Dulce, como el almíbar. Galicia es la berza y es la rosa que se miran y se retan y se quieren y palpitan incesantemente en lo más íntimo de su corazón.

*Escritor