El presidente de Francia, Enmanuel Macron, ha alumbrado su reforma laboral y puede decirse que lo ha hecho por el carril de Mariano Rajoy. Aunque quizás sea más correcto decir que uno y otro han ido por el carril de la doctrina dominante, porque hace ya mucho que no aparece un gobierno dispuesto a aumentar la protección de los trabajadores frente al despido o a reforzar su posición en la negociación colectiva que determina los salarios y, con ello, el reparto de los beneficios del crecimiento económico.

La tendencia ha sido y es, como hizo Rajoy en 2012 y como ha hecho Macron en 2017, revisar los equilibrios anteriores entre empresas y trabajadores para dar más capacidad a aquéllas de tomar decisiones que sobre el papel les permitan ajustar sus plantillas a los resultados de su gestión y a las condiciones del ciclo económico: despedir más fácil y barato cuando se considera necesario o contratar con menos costes; reforzar la capacidad de las compañías de cambiar las condiciones de trabajo (salarios y jornada) o modificar la jerarquía de los convenios en la negociación colectiva para permitir que sobre todo las pymes puedan sortear la aplicación de acuerdos sectoriales que se deciden en ámbitos donde la fuerza de la representación sindical de los trabajadores es más potente. Eufemísticamente puede resumirse así: aumentar en la regulación laboral la "flexibilidad" (el poder de las empresas) y reducir las "rigideces" (el poder de los trabajadores).

La reforma de Macron actúa sobre todo ello y teniendo en cuenta algunas peculiaridades francesas que pondrían los pelos de punta a cualquier empresario español. En Francia, la indemnización por despido no se fija según un baremo, la decide discrecionalmente el juez en función del perjuicio que estime para el trabajador, considerando, además de el salario o la antigüedad, factores subjetivos. Conforme a la jurisprudencia gala, un asalariado que es despedido de manera improcedente tras dos años de trabajo será indemnizado con al menos seis meses de sueldo. En España, en ese caso se pagarían algo más de dos meses. Otro ejemplo elaborado por expertos: si usted lleva seis años de trabajo en una empresa y le despiden por causas objetivas (razones económicas u organizativas del empleador), en Francia es probable que le tengan que indemnizar con catorce meses de paga, mientras que en España serán algo menos de ocho meses.

Macron quiere con la reforma bajar lo que el llama el "paro masivo" de Francia, con una tasa anclada en torno al 10% desde hace años, cuando la de Alemania está por debajo del 4%. Daría para una eterna discusión doctrinaria y sin salida intentar establecer si la reforma de la regulación laboral contribuye o no de una forma determinante a rebajar el paro. La de Rajoy se hizo en medio de una fortísima recesión y fue seguida de la pérdida de 600.000 puestos de trabajo (hasta que el producto interior bruto tocó fondo y repuntó desde fines de 2013). Luego surtió el efecto para el que fue verdaderamente diseñada: una devaluación interna (de salarios y precios), siempre dolorosa y con la que España ganó competitividad exterior. Si Macron busca eso, una Francia más competitiva reduciendo los costes laborales, puede que vaya por buen camino.

Pero no se olvide que lo que con seguridad sí hace una regulación laboral es orientar los comportamientos de los agentes concernidos y que algunos pueden tener efectos secundarios social y económicamente contraindicados. En España la remuneración media de los asalariados está bajando (-0,1% en el segundo trimestre, según la cuenta del PIB), aunque la productividad aumenta (0,3%), lo que sugiere un reparto muy desigual de las ganancias de la recuperación. Y el gasto en innovación (1,22% del PIB en 2015) es el más bajo desde 2005. Un modelo productivo basado más en competir en salarios que en innovar ni es saludable ni puede durar.