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Una imagen o mil palabras

En el año 2015 Nilüfer Demir, una fotógrafa que trabajaba como corresponsal para una agencia de noticias turca cubriendo la llegada de inmigrantes, se topó en una orilla con el cadáver de Aylan Kurdi, un niño sirio de tres años que, boca abajo, yacía tendido justo en la línea de la costa. Ejerciendo su profesión, captó aquella imagen que dio la vuelta al mundo abriendo los informativos y las portadas de los periódicos, y causando un gran impacto en buena parte de la población mundial. Quedaba así reflejado el drama de los refugiados, así como la crueldad de las penurias y de la fatalidad del destino de decenas de miles de seres humanos. Golpeó las acomodadas y pasivas conciencias de multitud de gentes y activó, aunque fuese temporalmente, un movimiento de solidaridad e implicación que tuvo consecuencias prácticas. Aumentaron las donaciones a organizaciones no gubernamentales que asisten a colectivos que huyen de las guerras, aumentó la presión social hacia los dirigentes de la Unión Europea, reavivó una situación que tendía a caer en el olvido y, si bien de un modo efímero, reactivó las políticas de ayuda.

No ha sido la primera vez que un testimonio gráfico ayuda a despertar la aletargada moralidad de sociedades supuestamente avanzadas y modernas. Frente a la constante tendencia de mirar hacia otro lado y evadirse de los problemas, los reporteros han logrado a lo largo de la Historia sacudirnos la apatía y la indiferencia para avergonzarnos de las miserias del hombre. Así sucedió, por ejemplo, a través de la fotografía de unos niños vietnamitas huyendo -tomada por Huynh Cong Út en 1972-, y que terminó haciendo mundialmente famosa a una pequeña que gritaba y lloraba desnuda y quemada con napalm en un escenario de horror. No parece descabellado afirmar que su autor caló en el público con su instantánea mucho más que sus compañeros redactores de miles y miles de palabras escritas. Sin embargo, se trata de un icono del periodismo que, si se captase hoy en día, provocaría que numerosas voces exigieran que no llegase a los ojos del espectador. La teoría de lo políticamente correcto impondría pixelar o difuminar su contenido, privándole así de su fuerza y efectividad.

El "World Press Photo", premio por excelencia del periodismo fotográfico, reconoce año tras año la labor de los profesionales que inmortalizan la realidad para que esta se difunda. Si repasamos las fotos galardonadas en cada una de sus ediciones, es la plasmación de la violencia, del drama y del sufrimiento la que suele acaparar todos los reconocimientos. En 2017 ha resultado ganadora la instantánea del asesino del embajador ruso en Ankara, con la pistola aún en la mano y con el cuerpo del diplomático tendido en el suelo en un segundo plano. Y en 2016 Warren Richardson retrató a un hombre que pasaba a un bebé a través de una espinosa y peligrosa alambrada entre la frontera de Serbia y Hungría.

La explicación es sencilla. Una imagen vale más que mil palabras. No somos realmente conscientes de las tragedias que nos rodean hasta que no las vemos. Las palabras nos entran por un oído y nos salen por otro, mientras que la imagen nos penetra y se queda grabada en nuestro cerebro. Cuesta muchísimo más maquillar o edulcorar lo que percibimos a través de la vista que lo que recibimos a través la palabra. Los conceptos por escrito, plenos de eufemismos y equívocos, son manipulables a conveniencia para amoldarlos a nuestros intereses. Pero una buena fotografía desarma nuestros mecanismos de defensa y nos deja sin palabras ante una realidad que no podemos ocultar. Aun así, se suscita la polémica sobre la conveniencia o no de publicar imágenes que reflejen las noticias con crudeza. Sin duda, el periodismo y la verdad tienen como enemigos frontales a la demagogia, el sensacionalismo y el morbo. En esos casos, la utilización de una foto con la finalidad de manipular, apelar a los bajos instintos y nutrir a un tipo de prensa amarilla y enfermiza debe criticarse con firmeza. Por el contrario, cuando la conexión entre imagen y noticia es evidente y cuando el acompañamiento gráfico ayuda a tomar conciencia de la envergadura del hecho noticioso, la controversia sobre el supuesto comportamiento poco ético a la hora de difundir aquélla me parece una peligrosa forma de censura, cuando no un procedimiento para evitar que la población sea consciente de lo que ocurre a su alrededor y esté plenamente informada de ello.

Desde el punto de vista jurídico, se generan algunos debates susceptibles de ser analizados. El derecho a la intimidad, al honor y a la propia imagen de un individuo pueden chocar con el derecho a la información, pero aquí estamos hablando de otro asunto (la protección de dos derechos protegidos constitucionalmente) que no se centra en si una imagen es demasiado escabrosa o refleja un excesivo nivel de crueldad para el ciudadano medio. Ningún derecho fundamental es absoluto. Todos tienen límites. Es la jurisprudencia la que proporciona las claves para concluir cuándo debe prevalecer uno u otro.

Se admite el acompañamiento gráfico de una noticia que afecte al derecho a la intimidad o a la propia imagen del interesado cuando dicha información es veraz, posee relevancia pública, no cae en la extralimitación morbosa y no desvela hechos íntimos que no guardan relación con lo sucedido. La trascendencia para un Estado democrático y constitucional de albergar una sociedad correctamente informada impone la preferencia del derecho a la información.

Es obvio que cada medio de comunicación y cada periodista cuentan con un manual de buenas prácticas, con un criterio sobre los límites de su ética profesional, con una opinión de cuándo lo escabroso perjudica a la noticia y con una guía de actuación para ensalzar y potenciar lo verdaderamente relevante. Pues bien, con ocasión del último atentado terrorista en Barcelona no han sido pocas las quejas sobre la difusión de vídeos e imágenes especialmente duros. Cabe entonces preguntar si consideran que una comunicación exclusivamente a través de textos conseguiría trasladar a la ciudadanía la verdadera dimensión de la tragedia y hasta qué punto su deseo de cerrar los ojos tiene que ver más con una innegable (y, en cierto modo, comprensible) propensión a querer aislarse de un mundo a la deriva, a meter la cabeza bajo tierra como el avestruz y a pretender construirse una burbuja donde el espanto y la infamia del género humano no tengan cabida. Entiendo su postura, máxime cuando el rumbo de nuestro planeta parece apuntar hacia el desastre. Pero ello no debe ser óbice para que quienes sí deseamos ser plenamente conocedores de la situación que nos rodea podamos acceder a ella sin paños calientes. Y, en ese sentido, no es posible exigir a los informadores que dulcifiquen lo que es tan tremendamente amargo.

*Profesor de Derecho Constitucional

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