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Ilustres

La tormenta

Por la mañana las moscas volaron enloquecidas, algunas avispas se aventuraron en el interior de la casa, los gatos se revolvieron inquietos en la huerta y en la breve tertulia que se forma espontáneamente en la aira mientras esperamos la llegada de la furgoneta del panadero, más de uno aventuró que, pese al cielo despejado y al calor estival, se avecinaba una tormenta como podía deducirse de alguna nubecilla aparentemente mansa a los ojos de un habitante de la ciudad como yo, incapaz de descifrar tan leves indicios, y del siempre aludido dolor de huesos cuando se prevé un cambio meteorológico.

Dos horas después el cielo se fue enfoscando con gestos de gigante furioso y durante la sobremesa y hasta bien entrada la tarde, cayó la furia brutal de una tormenta con visos de apocalipsis que aunó una lluvia feroz, un inquietante viento calmo, el fragor del granizo que puede arrasar las cosechas y el eco retumbante de los truenos que seguían a los relámpagos.

El aire se plagó del olor a tierra mojada que siempre remite a una niñez remota y apacible y caduca. Ese domingo 27 de agosto, en el que a las cuatro de la tarde hubo que encender la luz que se iba y venía si querías leer un rato, el verano se pudrió definitivamente como un postre que olvidas en una alacena y descubres al cabo del tiempo con su moho, sus gusanitos y su quéascoporDios, tira eso a la basura. Un paisaje blanco de invierno tomó posesión del territorio declinante del verano. Pero, ¿hay estación más hermosa que el otoño que se avecina? El calor ya no resulta insoportable, el estrépito de las verbenas no se acumula diariamente, las noches son más frescas y la vida parece alfombrada por una paz que es difícil de encontrar en la urgencia del verano. En realidad, el verano es un espejismo, la promesa de una felicidad incumplida como el paraíso de algunas religiones, una estación que sólo adquiere sentido cuando uno es joven tiene por delante las infinitas posibilidades de la vida que antes o después, como el verano, se truncarán; para los adultos, el verano no es sino un brevísimo receso en el diario combate por la supervivencia y se termina cuando guardamos en el trastero las sombrillas y metemos las toallas y los trajes de baño en la lavadora y las conservamos en el armario hasta el verano próximo en el que descubrimos que las cremas protectoras han caducado como este agosto que murió un domingo, a una hora casi taurina. Descanse en paz.

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