Hace unos días Netflix se inmiscuyó en la polémica nacional española colocando en la Puerta del Sol una lona publicitaria de Narcos, la cual hace referencia aquel infausto mensaje de Mariano Rajoy a Luis Bárcenas, en el que el primero -con ese revelador y cómplice plural, quizás mayestático- le pedía al segundo fortaleza porque ellos (¿el presidente, el Gobierno, los miembros de su partido, sus amigos?) estaban haciendo lo que podían por el extesorero, en aquel entonces algo preocupado debido a la aparición de unas misteriosas cuentas en Suiza. "Sé fuerte. Vuelve Narcos", reza el cartel, instalado poco antes de que Rajoy compareciera en el Congreso de los Diputados para dar explicaciones sobre el caso Gürtel. "Tú también sé fuerte. La nueva entrega de Narcos llega el viernes y no viene en sobres", insistió la plataforma de streaming en su cuenta de Twitter, haciéndonos fantasear con la forzosa analogía que proponía sin ambages el chiste. Corruption y Fiction.

No es la primera vez que una campaña promocional de esta serie de televisión genera controversia. El gobierno colombiano pidió las pasadas navidades a esa misma compañía y al Ayuntamiento de Madrid que retirara una valla colocada en la concurrida plaza madrileña donde se podía contemplar a Pablo Escobar, protagonista de la primera y segunda temporada, anunciando a todos los transeúntes una "blanca Navidad". Muchos, entre ellos varios altos funcionaros colombianos, lo interpretaron como una peligrosa apología de las drogas, asociadas estereotípicamente a ese país latinoamericano, que se exhibía en el corazón de la capital de España a través de la frívola glorificación de uno de los narcotraficantes más violentos de la historia. Si la ficción logró rescatar al mito del criminal e introducirlo de nuevo en el imaginario colectivo de varias generaciones que desconocían su existencia (en Washington no paro de encontrarme con jóvenes estadounidenses que aseguran ver Narcos para "aprender español"), la promoción parece que pretende despojarlo de su auténtica naturaleza y transformarlo en una suerte de icono pop destinado a compartir la eternidad con Batman y Walter White en el cementerio plástico del merchandising.

Los autores de la broma consiguieron llamar la atención con su ingeniosidad porque supieron entender la atracción mediática -e incluso el aura de prestigio- que destila la corrupción en todas sus formas, capaz de levantar las pasiones del pueblo y hacerle hablar de ello, aunque sea bien. Pero esas asociaciones descolocan a los personajes de sus respectivos géneros. A unos se les concede una inevitable rehabilitación post mortem gracias a la cual pueden emerger como villanos cinematográficos cool y reescribir sus biografías a pesar de la contrastada sangre derramada, y a otros se les exime de su responsabilidad mundana, que debería exponerse en la literatura jurídica de los tribunales, al mezclarlos con esos mismos mafiosos que fueron regenerados en la pantalla. Solo falta la cara de Mariano Rajoy fumándose un puro mientras amenaza a los "malparidos" que se atreven a cuestionar su liderazgo junto con la de un Pablo Escobar barbudo y sonriente sentado en una gigantesca caja b. Hasta las corrupciones deben distinguirse entre ellas y contextualizarse, pues podríamos llegar a pensar que todas desaparecen cuando concluye la última temporada.