De la misma forma que el sábado pasado se dio la casualidad de la coincidencia entre el desarrollo de la manifestación contra el terrorismo en Barcelona y la retransmisión televisada del partido de fútbol entre el Deportivo Alavés y el Barça, el lunes ocurrió algo parecido entre la presentación de la Ley catalana de Transitoriedad Jurídica (la famosa Ley de Desconexión) y la presentación de Dembélé como nuevo jugador azulgrana. Algún malpensado pudiera creer que estos acontecimientos, el político y el deportivo, se han programado maliciosamente a la misma hora para que el segundo contribuya a rebajar la tensión dramática que pudiera provocar el primero entre la ciudadanía. Al fin y al cabo, es una táctica que demostró su eficacia en tiempos de la dictadura cuando la televisión única tapaba con un partido de fútbol algún suceso que no convenía divulgar. En esta ocasión, transcurrido casi medio siglo y en una democracia consolidada (al menos eso se dice), pensar en semejantes manejos parece disparatado. Casi tan disparatado, por otra parte, como el contenido de la Ley de Desconexión que de una forma casi mágica, como en el cuento de Blancanieves y los Siete Enanitos, transforma una comunidad autónoma dentro de la Monarquía parlamentaria española en una República catalana. Un milagro político como nunca se vio en el mundo y que seguramente tendrá en éxtasis a los dirigentes tocados por la gracia del hada madrina soberanista. Hasta que, dadas las doce en el reloj de la prosaica realidad, y terminado el baile de gala, los trajes principescos se conviertan en harapos, la carroza en una calabaza y los hermosos corceles que tiraban de ella en asustadizos ratones. Porque causa asombro, leyendo el texto de la Ley de Desconexión, que en un Estado integrado en la Unión Europea, en la OTAN y en la ONU, entre otros selectos clubes del Derecho Internacional, un poder regional se convierta en Estado independiente de la noche a la mañana sin que pase nada. Pero los redactores del texto legal (el papel lo aguanta todo) no se arredran y en unos pocos folios definen las competencias de la nueva República. Que según sus previsiones tendrá el control de las fronteras, invitará al Ejército español a salir (si se deja claro), integrará a todos los funcionarios en la plantilla de la administración catalana, designará jueces, y concederá la doble nacionalidad a los ciudadanos según qué circunstancias personales. Además de eso, por supuesto, el presidente de la extinta Generalitat (con lo que luchamos para ponerla en pie desde el "Ja soc aquí" del viejo Tarradellas) se convertirá automáticamente en nuevo presidente de la República catalana y por tanto en jefe del Estado. En vez de dos idiomas oficiales tendremos tres porque al castellano y al catalán se sumará el aranés. Por descontado, habrá una amnistía para Artur Mas y compañeros mártires en la lucha por la independencia, y también se respetarán las pensiones y otros derechos concedidos por el odioso Estado opresor. La apuesta es arriesgada y dejará abiertas muchas heridas tanto si fracasa como si no. Confieso que lo más interesante de este proceso es la deriva republicana. Y si hubieran hecho la propuesta extensible al resto del Estado, pues mucho mejor.
