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Matías Vallés.

Trump triunfaría en Corea del Norte

El conflicto de Corea del Norte demuestra que el planeta no puede someterse a los caprichos de un déspota iluminado, odiado en su propio país y envuelto en lujo oriental. Por supuesto, tampoco ayuda que al otro lado se encuentre Kim Jong Un, la marioneta de Pekín que declara la guerra a Donald Trump en enclaves exóticos de acuerdo con los intereses comerciales chinos. Siempre teniendo en cuenta que China es una democracia ejemplar, a diferencia de Venezuela. Repasando los combates Roosevelt-Hitler o Bush-Sadam, nunca había existido tan poca diferencia entre las cataduras morales de un presidente estadounidense y de su enemigo designado para un caso de urgencia bélica. De hecho, a Trump le está costando admitir que el nazismo tenía aspectos negativos. Si se volviera a los cuarenta, no se puede descartar que el magnate se alineara con la Alemania de la época con más fervor que con el actual gobierno germano. Y sobre todo, no se puede descartar que la actual Administración de Washington no devuelva al mundo a los años cuarenta. La guerra nunca es una opción racional, lo cual aumenta su probabilidad cuando el gatillo ha de ser apretado por dos adolescentes tardíos. La palabrería del presidente estadounidense es tan hueca como la chatarrería armamentística de Kim Jong Un. Sobre todo, el cabaret de Trump triunfaría en Corea del Norte, ante un pueblo disciplinado y acostumbrado a ovacionar interminablemente a un tirano. De hecho, el déspota coreano ejecutó a su tío por no aplaudirle con la suficiente convicción, una medida que Washington encarecería para aguijonear a la prensa reticente. Las bravuconadas de Kim contra Trump se entienden mejor si se reemplaza el desafío por la emulación, que Thorsten Veblen aportaba como dato esencial de la sociedad consumista. De hecho, ambos jefes de Estado resienten la competencia, y han singularizado su enfrentamiento en el instante en que han logrado el mismo porcentaje de desaprobación entre sus respectivas poblaciones. Por supuesto, este duelo de imágenes declinantes no necesita resolverse mediante un conflicto armado. No es un asunto personal, son solo negocios. Kim Jong Un quiere repetir con Trump la artimaña que su padre Kim Jong Il empleó con Bill Clinton a plena satisfacción. Una amenaza nuclear, y el regreso posterior al redil a cambio de los miles de millones de dólares correspondientes. De hecho, el marido de Hillary estuvo a punto de viajar a Pyongyang para sellar el acuerdo. En el Washington actual, no hay una sola decisión de Trump que no vaya encaminada al incremento de su patrimonio familiar. Ni siquiera se ha molestado en ocultarlo, la mejor garantía de que no será perseguido por corrupción. El Pyongyang-Washington es un aperitivo sin alcohol del Pekín-Washington, y aquí conviene apartarse de la frivolidad para fiarse de los eruditos. Una vez cumplido el precepto napoleónico de que el planeta entero temblará en cuanto China se sacuda su somnolencia, ya solo falta definir si es inevitable la confrontación del gigante despierto con Estados Unidos. La visión canónica de este año apunta al pesimismo.

Graham Allison es el autor reciente de Destinados a la guerra, donde la asignación fatalista corresponde a China y Estados Unidos. El profesor de Harvard asegura que el choque armado está garantizado, salvo que ambas potencias logren desarmar la "trampa de Tucídides". El historiador griego había basado las guerras del Peloponeso en que "el ascenso de Atenas y el miedo que inspiró a Esparta hicieron la guerra inevitable". Claro que solo alguien que emparentara a Kim Jong Un con los atenienses se atrevería a tildar de espartano a Trump. En un recuento solo al alcance de un catedrático de Harvard, las condiciones de la "trampa de Tucídides" se han repetido diecisés veces a lo largo de los último quinientos años. En doce ocasiones salió cruz, o cruces en los cementerios. Es decir, el enfrentamiento directo entre Washington y Pekín o su versión amortiguada a través de Pyongyang, cuenta con un 75 por ciento de probabilidades de producirse. A China puede interesarle mantener las bravatas de Corea del Norte, al modo de la "úlcera sangrante" que popularizó Arzalluz, pero el riesgo es elevado. Todo lo cual surge de haber concedido el papel de protagonista a un clown impredecible, que cada día sorprende con una amenaza más disparatada contra el país más poderoso del globo. Claro que Kim Jong Un también se las trae.

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