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El horror

La naturaleza de la mezquindad humana

La naturaleza de la mezquindad humana nunca defrauda. Estamos rodeados de maldad y destemplanza, de asesinos y miserables. Y nosotros, como corderillos indefensos frente a la irracionalidad.

La última: las Ramblas de Barcelona y el centro de Cambrils. Unos muchachos borrachos de droga y fanatismo se dedicaron hace unos días a matar de la forma más impredecible y cruel a pacíficos viandantes, cuyo único pecado era estar vivos. Unos degenerados se lanzaron a matar en nombre de un dios furioso e implacable que no merece estar en nuestro seno. Ese mismo dios, Alá, al que llaman, fíjense, El compasivo, El misericordioso, El dador de paz, tres de los 99 nombres con los que sus creyentes lo veneran. Pues ni una cosa ni otra ni otra. Es este mundo en el que una monarquía del Golfo, la de Arabia Saudita, con tal de que no les creen problemas en casa, financia al Daesh, los criminales fundamentalistas que atentan en Europa, en Francia, en Gran Bretaña, en Alemania, en Suecia y ahora en España. Interesante: todos resuelven sus problemas derramando la sangre de inocentes.

Eso sí, el gran defensor de Occidente, el presidente de Estados Unidos, viaja a Riyad, se pone a los pies del rey de allí y le vende armas, todo con la excusa de que la geoestrategia exige el consorcio con los grandes tiranos.

Sabíamos en España que no nos podíamos librar indefinidamente de la ola de terrorismo que está ahora de moda. Hemos padecido a los asesinos de ETA, hemos sufrido a los de los trenes de Atocha, tocaban los atropellos ("atropellamientos", se dice ahora) con camioneta, los más indiscriminados, los más imposibles de detectar. Tenemos una policía y unos servicios de información que, gracias al Compasivo, van impidiendo los peores atentados. Pero los del jueves son desgarradores.

La tentación naturalmente es hacer culpables a todos los musulmanes y castigarlos a todos por ello. No somos así. La nuestra es una sociedad abierta que admite el riesgo de serlo. Y paga el precio. Es horrible pero es.

Véase el ejemplo de Estados Unidos. Donald Trump, lejos de ser la roca moral que ilumina al mundo, es un colérico impulsivo e ignorante. Su furia no cuadra con la templanza requerida de un guía universal. Una furia lanzada al aire sin saber cómo calcular las consecuencias. ¿Presidente de todos los americanos? Vamos, vamos. Empezó diciendo que todos los que llegaban por las fronteras del sur del país eran unos violadores, asesinos y contrabandistas de drogas; se tuvo que comer sus palabras, claro. Luego quiso impedir la llegada de musulmanes y un juez, Dador de paz, le obligó a tragarse sus palabras.

Pero ahora ha revelado la verdadera naturaleza de sus opiniones políticas actuando como el moderador que es. Después de los incidentes de Charlotsville ha repartido las culpas entre los nazis racistas y los manifestantes que se oponían a ellos. Todos malos. Y así ha traicionado la esencia del liberalismo americano. Y ha insultado de paso la memoria de tantos americanos que vinieron a Europa a luchar contra Hitler y sus nazis. Como es un zote, va borrando sus opiniones del día anterior y las va sustituyendo por lo que le dictan su rabia y su complejo de inferioridad. Un editorialista de la CNN sugirió que Trump debía realizar un viaje a Amsterdam a la casa de Anna Frank y, con el mismo billete, llegarse hasta los campos de exterminio nazi en donde fueron sacrificados seis millones de judíos. A lo mejor, decía el comentarista, podría volver a Polonia para visitar el sitio del gueto de Varsovia, en lugar de cenar con el presidente del país, correligionario suyo.

La mejor reflexión sobre lo acontecido en Charlotsville fue la del añorado expresidente Obama que, citando a Mandela, tuiteaba: "Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, por el lugar de donde procede o por su religión. Es preciso aprender a odiar y si se puede aprender a odiar, también se puede aprender a amar, que es un sentimiento mucho más natural".

La idiotez, sin embargo, no es privilegio exclusivo de Trump. Sin ir más lejos, el ayuntamiento de Sabadell encargó hace algún tiempo a un sedicente profesor de historia un análisis de la pureza y catalanidad de los nombres incluidos en el callejero de la ciudad. Pues propone que sea borrado el nombre de Machado por franquista y anticatalanista (y de paso, el de Joan Manuel Serrat si alguien tiene la tentación de ponerle una plaza: por cantar los versos del poeta). También el de Goya, supongo que por afrancesado. Me parece que el de Lope de Vega, también. ¿Y qué vamos a hacer con la calle Goethe (por vender su alma al diablo) y la de Istambul y la de Schweitzer y ¡Simone de Beauvoir, por el Misericordioso! Hay imbéciles por el mundo, pero este? Le voy a proponer una solución al alcalde de Sabadell: Manhattan. Cambien todos los patronímicos por números. Así aparecerá una 5ª Avenida, una 63 Este, cosas de este tenor. Solo se conservará un pequeño nudo de calles con nombres como Ramón Llull, Company y, por supuesto, Jordi Pujol.

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