Una vez digerida la terrible masacre de Barcelona y aclarados los hechos, tras la identificación de las víctimas y de los asesinos, fijémonos en las reacciones. De los líderes políticos, de los gobernantes, de los opinadores, de los ciudadanos. Detengámonos a pensar qué se nos viene a la cabeza cuando se nos comunica la noticia. Las palabras a las que recurren algunos para explicarnos la tragedia ("turismofobia", "reconquista", "inmigrantes", "comunidad musulmana"). Los debates que se generan como resultado de esas incomprensibles muertes (la posible conveniencia de publicar las fotos de los cadáveres). A quiénes nos dirigimos cuando, impulsados por la ira y por la impotencia, por la tristeza y por la desesperación, por la ideología y por el odio, tratamos de dar una respuesta a la barbarie. Porque es ahí, y no en las calles bañadas de sangre inocente, donde tiene lugar la auténtica batalla de nuestro tiempo.

En 2004, los atentados de Atocha sacaron a relucir el espíritu solidario de la sociedad española, pero pocos meses después observábamos cómo dicho suceso también había dañado profundamente a esa misma sociedad, dividida entre conspiraciones y versiones oficiales. No estamos en el tipo de guerra que ciertas personas se empeñan en reclamar a toque de corneta tuitera, como si un ejército invisible, que se oculta en los barrios bajos de las ciudades, estuviera preparado para tomar en cualquier momento las históricas plazas de nuestras urbes. No, con el terrorismo no se conquistan Granadas. Los extremistas prefieren contemplar desde un lejano teclado cómo nos desintegramos por dentro. Si el presunto responsable del atropello tiene 17 años, la reivindicación posterior del atentado por parte del Estado Islámico es una demostración más de que el perezoso terrorista virtual se encarga solamente de emitir comunicados cuando se percata de que otro adolescente confundido ha decidido matar y matarse para que su nombre y su foto (resulta perturbador observar al homicida haciéndose un selfie, pues ese gesto universal frivoliza la impostura de su causa) aparezcan en todos los medios de comunicación.

Les llamamos "autores intelectuales", como si su patético crimen fuera en realidad una obra del pensamiento ilustrado, y recordamos las fechas de sus asesinatos, que ellos mismos eligieron, como si estuviéramos hablando de referendos y golpes de estado. Les concedemos -se supone que de manera inconsciente y en cierto modo inevitable- una categoría que no solo no merecen sino que no poseen. Luego florecen los insultos en las redes sociales porque unos se indignan con las declaraciones de los otros. Demasiado tibias, demasiado infantiles, demasiado vulgares. Nunca como las nuestras. Siempre a la altura. Siempre sabias. Siempre valientes. "Esto es lo que hay que hacer y no se hace. Esto es lo que hay que decir y no se dice". Todos contra todos. Contra algo.

Poco tiempo separa lo acontecido en Charlottesville, Virginia, donde otro terrorista (en este caso no yihadista) también utilizó un automóvil para atropellar a una multitud, y el atentado cometido en Barcelona. Como los acontecimientos no se piden permiso entre ellos para evitarnos la paradójica simultaneidad, el horror nos pilló discutiendo sobre si un supremacista blanco que porta banderas con esvásticas es comparable a un antifascista que se manifiesta en contra del racismo. Algunos sugirieron, incluso, que la culpabilidad se repartía entre los que atropellan y los atropellados. Quién provocó a quién. El que estaba frente al volante o los que recibían el impacto del vehículo en el suelo. Donald Trump, por ejemplo, condenó la violencia de "ambos bandos". Unos pocos lo jalearon. También en España. Más tarde se vio obligado a rectificar. Pero ya era tarde. Miles de neonazis se sintieron representados y protegidos. Legitimados.

Las reacciones, decíamos. Ahí está la clave del asunto.