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José Manuel Ponte

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José Manuel Ponte

Goethe y la "turismofobia"

Cuando en el otoño de 1786, Johann W. Goethe, después de haber soportado un mal verano alemán, partió para Italia en una silla de posta sin más equipaje que una bolsa de paño y una mochila de piel de tejón, el turismo de masas todavía era un fenómeno desconocido. Es más, a los que viajaban tampoco se les llamaba turistas, término que empieza a asomar tímidamente en alguna publicación inglesa a finales del siglo XVIII. Claro que, por entonces, solo se ponían en viaje personas con recursos económicos suficientes como para pagarse los gastos de una larga ausencia en el extranjero.

Entre ellos, grandes escritores como el propio Goethe que dejó minuciosa constancia de sus impresiones en su ameno Viaje a Italia, un dietario imprescindible para comprender la complejidad intelectual del autor de Fausto y de tantas grandes obras. Y es en Venecia, que él describe como "maravillosa ciudad insular y república castórica", cuando experimenta el placer de la auténtica soledad, pues "en ninguna parte uno se siente más solo que entre el gentío, donde uno se mezcla con todos como un desconocido más". Por supuesto, el "gentío" veneciano, entre el que Goethe se encontraba confortablemente ignorado, nada tiene que ver con los 20 millones de turistas que visitan cada año la ciudad de los canales. Una invasión que ha provocado tal hastío y repugnancia en el vecindario que la población se ha reducido desde los 180.000 habitantes en 1950 (inicio del fenómeno) hasta los 50.000 de la actualidad. Sería muy exagerado por mi parte decir que Venecia se hunde, incluso físicamente, bajo el peso de los millones de turistas que la visitan pero el caso es que la ingeniería hubo de realizar una imponente obra, la llamada operación Moisés, para salvar a la ciudad de las continuas inundaciones que padecía. De momento, la entrada de agua procedente del mar Adriático parece haber sido controlada por un ingenioso sistema de diques móviles y compuertas, pero desgraciadamente no puede decirse lo mismo de la marea turística. Una situación de agobio parecida a la de Barcelona, donde las encuestas detectan que la ciudadanía estima como problema más acuciante de resolver el turismo masivo, incluso por delante del paro y de la independencia. Después de la transformación radical que sufrió la ciudad a raíz de los Juegos Olímpicos de 1992, Barcelona (1,6 millones de habitantes) se convirtió en centro de atracción turística internacional y recibe de media anual más siete millones de visitantes. Como consecuencia de ello, los precios de los alojamientos se han disparado y proliferan los pisos de alquiler sin licencia, muchos de ellos controlados por empresas extranjeras. Con cerca de 80 millones de turistas al año, negar los beneficios del turismo para la economía española es imposible, aunque no es oro todo lo que reluce.

Atrás quedan aquellos años del inicio del fenómeno, en plena dictadura franquista, cuando Cristina y los Stop lanzaron aquella canción en honor del turista un millón, novecientos noventa y nueve mil, novecientos noventa y nueve. Un turista que "cuando llegó, se lamentó por haber bajado tan deprisa del avión, con su minipantalón, y perdido la ocasión de haber recibido las atenciones que tuvo el turista dos millones". La letra no es precisamente obra de Goethe.

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