Hace poco mantuve una interesante conversación con un estudiante republicano. Este chico, muy trabajador, simpático y políticamente comprometido, además de cumplir con sus clases veraniegas, se ha pasado todo el verano realizando unas prácticas en el Congreso y acudiendo a las conferencias que organiza la Young National Republican Federation. En determinados ambientes, especialmente en algunas universidades estadounidenses, los republicanos suelen ser una minoría. Es un ejercicio provechoso, por tanto, escuchar lo que estos jóvenes presumiblemente formados tienen que decir sobre su partido y sobre el presidente que su partido nominó. Comentamos el manifiesto contra Donald Trump firmado por diversos conservadores durante la época de primarias, sobre el cual no mostró demasiado entusiasmo, y terminamos hablando, cómo no, de William F. Buckley. "Un hombre muy brillante", afirmó risueño, dejando entrever también que, guste o no guste, los tiempos han cambiado. A su juicio, la derecha periodística no ha prestado suficiente atención a la clase trabajadora, al common man. De ahí surge la distancia entre los intelectuales, encerrados en sus confortables y opacas torres de marfil, y los votantes, que mayoritariamente se decantaron por un outsider, un tanto lenguaraz quizás, pero que supo rellenar con astucia ese incomprensible vacío. "No se dan cuenta de que ha surgido un nuevo Partido Republicano".

Matthew Continetti hablaba la semana pasada en la National Review sobre el reto que supone hoy en día enseñar historia del movimiento conservador a unos estudiantes que, por edad, no tuvieron la oportunidad de vivir el fenómeno político encarnado por Ronald Reagan y que, por ende, no pueden comprender la relevancia que tuvo dicho fenómeno en esta ideología moderna. Continetti hacía en su artículo un estimulante repaso por su syllabus sintetizando cada una de las etapas por las que el conservadurismo había pasado a lo largo del siglo XX. Buckley juntó a liberales como F. A. Hayek y Milton Friedman, tradicionalistas como Richard Weaver y Russell Kirk y anticomunistas como Whittaker Chambers. Luego aparecieron los neoconservadores (Irving Kristol y Norman Podhoretz), quienes procedían de la izquierda, y otras revistas influyentes (Public Interest y Commentary). A este último grupo de conversos se le unieron teólogos y filósofos como Richard John Neuhaus y Michael Novak. Finalmente, un "político conservador auténtico", Barry Goldwatter, obtuvo la nominación republicana a la presidencia en 1964. A Continetti tampoco se le olvidó recordar a sus alumnos un dato esencial: el movimiento conservador estadounidense nació como un movimiento eminentemente elitista que no contaba con el apoyo de las masas. Goldwatter fue vencido por Lyndon Johnson en una de las derrotas más humillantes de la historia contemporánea. Nixon puso posteriormente en marcha su célebre "estrategia sureña" y, como resultado, el sur cambiaría de bando. Esa fusión de personas tan variopintas -intelectuales, activistas, políticos- tuvo lugar gracias a la aparición en escena del "gran comunicador", Ronald Reagan. Un acontecimiento que, de acuerdo con uno de los conferenciantes invitados a su curso y a quien Continetti cita con aprobación, "ocurre una sola vez en la vida".

Los estudiantes repararon muy pronto en el hecho de que el comunismo hizo que la banda se mantuviera felizmente unida durante un tiempo más extenso de lo esperado. Se produjo entonces el desmoronamiento de la Unión Soviética y con ella desapareció el enemigo común, al que algunos intentaron sustituir después, con mucho menos éxito, por el "islamismo radical". Según Continetti, esos universitarios y universitarias tienden a asociar el concepto de "conservador religioso" con Sarah Palin. Cuando se les pregunta si conocen el número de revistas conservadoras que se publican con regularidad, responden negativamente. Reagan (a quien los estudiantes ven debatiendo con Buckley sobre el Canal de Panamá), "con su dominio del detalle, su humor y su lenguaje sencillo, está tan vivo para ellos como lo estaba hace cuarenta años". Para el periodista, esto es tan alentador como deprimente. "Alentador, porque todavía existen audiencias para campeones de la libertad. Deprimente, porque Reagan dejó de ser presidente más de media década antes de que esos estudiantes nacieran".

Parece bastante evidente que uno de los problemas del conservadurismo es que pretendió hacerse pasar por una ideología sólida y unificada cuando en su interior coexistían doctrinas políticas no solo distintas sino ferozmente enfrentadas. (Como recuerda Carl T. Bogus, Buckley le pidió a Russell Kirk que escribiera una columna para National Review porque conocía la transcendencia que ostentaba el teórico en el mundo conservador, gran acierto estratégico de Buckley, sin duda, pero sus filosofías no eran exactamente las mismas. Buckley, en su primer libro, titulado God and Man at Yale, recurre al término individualismo, no conservadurismo, para desarrollar argumentativamente su pensamiento. Kirk detestaba el "egoísmo" que destilaba la ideología individualista y, en cierto modo, desconfiaba de los excesos que podía provocar el capitalismo). Continetti concluye su ensayo con esperanza. Dice que la ideología pasó por varios ciclos. Sobre ella intentaron escribir muchos obituarios en los últimos años y, para sorpresa de muchos, siempre acababa resucitando al tercer día, ya fuera a través de gente como Newt Gingrich o con movimientos ciudadanos como el Tea Party. Ahora vivimos la era de la conspiración, cierto, pero "el momento presente cambiará". El cambio, sin embargo, ya llegó. Lo abanderan aquellos que, incapaces de citar los nombres de algunas cabeceras conservadoras, se reían en su clase con los chistes de Reagan y admiraban la "sencillez" del lenguaje que manejaba el presidente. ¿Y Buckley? Gran intelectual y mejor persona. Efectivamente, un nuevo Partido Republicano.