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Juan José Millás.

¿Quién habla de negocios?

Amancio Ortega colecciona edificios y yo colecciono cajas. Parece que no, pero se trata de la misma patología en cuyo origen está la pasión por las oquedades. Es verdad que Ortega, después de comprar un edificio, lo alquila, que viene a ser como forrar el hueco. Pero lo hace por miedo al qué dirán, porque también es empresario. Si por él fuera, estoy seguro de que los tendría vacíos y por la noche, en la cama, antes de rendirse al sueño, iría imaginariamente de uno a otro como un vigilante que hace la ronda. Del edificio de veinte plantas de Nueva York al de quince de Tokyo, o al de dieciocho de Londres, o al de cuarenta y dos de Sídney. Así yo recorro mi colección de cajas vacías. Tengo tantas que de algunas me olvido, aunque todas están registradas en un cuaderno, como los edificios de Ortega en el notario.

Ahora leo en el periódico que la hija mayor del magnate gallego ha heredado este vicio de su padre y compra edificios allá donde se presenta la ocasión. Edificios que, además, se revalorizan. Empezó con unas oficinas normales, y a estas alturas posee ya un imperio, que también alquila (por el que dirán, más que por las rentas, supongo). Mis cajas no se revalorizan, esa es otra de las diferencias que nos separan. Al contrario, envejecen, entre otras cosas por problemas de almacenamiento. Intente usted llenar sus casa de cajas de todos los tamaños y verá la cantidad de espacio que ocupa el vacío. Hace poco tuve que tirar media docena. Una de ellas, maravillosa, había contenido una botella de ginebra que todavía no he terminado. Por las tardes, a la hora de gin tonic, me arrepiento de haberme desprendido de ella. Perra vida.

Para ahorrar espacio, y siguiendo el método de las muñecas rusas, he guardado varias cajas pequeñas dentro de otras grandes, solo que las cajas contenidas no tienen nada que ver con las contenedoras. Es una solución, pero le quita toda la gracia a la oquedad, y ya hemos dicho que la pasión por la caja oculta el entusiasmo por la oquedad. Desde aquí les digo a Amancio y a su hija que si llegaran a aburrirse de alguno de sus edificios, se lo cambiaría con gusto por alguna de mis cajas. Ya sé que saldrían perdiendo, pero no estamos hablando de negocios.

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