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Israel: un camino para la paz (I)

Pedía Max Weber al que escribiere de política exterior ejercer la autorresponsabilidad moral y sentido de la proporción. Si ello es siempre necesario, aún lo es más cuando el tema es Israel. Por un lado, lo exigen el respeto y el dolor inmensos por la casi destrucción de la Sinagoga Europea, con sus millones de víctimas asesinadas (qué losa en la conciencia de un alemán, incluso del más inocente, y no solo de un alemán). Lo exige el legado del judaísmo que nos constituye como europeos. Y lo exige la realidad del Estado hebreo, una sociedad en la vanguardia científica y tecnológica, una sociedad democrática (si bien con gravísimas limitaciones para la población palestina) y que, sobre todo, guarda la memoria del holocausto, papel que la protege internacionalmente de un modo decisivo. Aunque ya no se puede identificar el judaísmo occidental y el Estado de Israel y la distancia, en un movimiento inverso al del sionismo, será cada vez mayor.

Pero Israel es también una sociedad y un Estado racista, de "apartheid" de sus ciudadanos palestinos en un vano intento de configurar un estado puramente judío. Y con relación a la población de Cisjordania y Gaza, crímenes de guerra y una ocupación cruel que violenta todas las convenciones internacionales, y que han sido y son universalmente denunciados, la busca de un "lebensraum" o espacio vital, por medio de una colonización que no cesa, en tierras habitadas por árabes desde siempre, corresponsabilidad familiar por los actos de violencia o terrorismo ("Sippehaftung") con destrucción de viviendas, muros y guetos, hechos que nos hacen presentes siniestros precedentes.

Y lo más paradójico es que los palestinos, en un componente importante, son los descendientes de la población judía de Palestina, islamizada por la invasión árabe. Así como la élite askenazi, descendiente de los judíos de Europa Oriental, procede, seguramente en un porcentaje considerable, de la desintegración, al fin de la antigüedad, del Imperio Jázaro turco pero multinacional convertido al judaísmo, y cuya destrucción bajo la acción de otras tribus turcas coincide históricamente con la aparición de las juderías de Europa Oriental. Claro que la historia oficial defendida por el sionismo es muy diferente: una historia sagrada llena de mitos (Moisés, David, Salomón) con la voz del Señor siempre en el horizonte histórico y su bolsa de promesas que vierte sobre el pueblo escogido. Y una Tierra abandonada por los judíos tras la destrucción por los romanos del Segundo Templo.

Todo ello indefendible desde la ciencia histórica (como han demostrado los propios historiadores israelíes) pero que legitima las ambiciones sionistas.

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