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Ánxel Vence.

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Estados de enajenación sentimental

El nacionalismo es un estado de enajenación sentimental transitorio al que resulta inútil tratar de combatir con la razón. Es un sentimiento. Los afectados "se sienten" alemanes, británicos, escoceses, americanos o de donde sea y, a partir de esa sensación tienden a considerarse mejores que sus vecinos. O que el resto del mundo, en los casos de más difícil tratamiento.

Borges recordó en su día que esa es una ilusión tan vieja como el hombre. Ya Plutarco se burlaba de que los de Atenas dijeran que su luna era más hermosa que la de Corinto: y lo achacaba a que "nos encerramos entre muros, nos reducimos a lo pequeño y mezquino".

Son las mismas disputas que siguen enfrentando en Celtiberia a los vecinos de Villarriba con los de Villabajo, aunque este sea un ejemplo rústico. En realidad, el nacionalismo suele darse, contra lo que pudiera parecer, en pueblos instruidos y de avanzado estatus socioeconómico, como ocurrió en la Alemania de los años treinta.

Es natural. La mera pertenencia al pueblo superior convertía a un tendero o a un oficinista de vida rutinaria en hombres llamados a ejercer un destino manifiesto. La gloria estaba a su alcance sin más que adherirse al proyecto del Reich.

Más práctico que otros, el nacionalismo de Cataluña no apela a la etnia ni a superioridades de tipo racial; sino a motivos aparentemente más racionales de orden económico. Parece difícil hacer épica con los números del import/export, la desigualdad impositiva o las balanzas fiscales; pero ahí está precisamente el mérito del actual empeño independentista. Al igual que algunos teólogos, sus líderes pretenden compaginar el sentimiento (es decir: la fe) con la razón.

Cierto es que el patriotismo catalán -como cualquier otro- no desdeña las apelaciones históricas a Wifredo el Velloso y a las guerras de Sucesión de principios del siglo XVIII que, un tanto exageradamente, confunden con las de Secesión.

La argumentación a favor de la independencia se centra, sin embargo, en razones monetarias. Se quejan los líderes secesionistas de que su territorio aporte a la economía española mucho más de lo que recibe de esta. Es un asunto opinable, en la medida que a los números se les puede hacer decir una cosa y su contraria; pero no deja de resultar un argumento.

Aun si llevasen razón, que todo puede ser, su idea impugna la existencia de tributos progresivos como el Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas. El IRPF castiga en efecto a los contribuyentes con mayores ganancias para beneficiar a los económicamente menos afortunados. La propia Unión Europea, que nació para combatir los nacionalismos y evitar nuevas guerras, aplica ese principio mediante los fondos con los que los países ricos contribuyen a subsanar las carencias de los que no lo son tanto.

Sería injusto no admitir que también existen nacionalismos democráticos, que vienen a equivaler dentro de su ámbito a lo que la socialdemocracia representa con respecto al socialismo. Tal era hasta hace poco el caso del partido que agrupa a los burgueses de Cataluña, antes de que los vientos de la Tramontana se llevasen por delante su acreditado buen juicio, que por allí llaman seny.

Parece haber pesado más, por lo que se ve, el estado de enajenación sentimental transitorio propio de otros patriotismos más enragés. Y eso tiene mala cura.

stylename="070_TXT_inf_01"> anxelvence@gmail.com

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