Poetas y narradores, con muy pocas excepciones, somos en general malos críticos de nuestros colegas vivos. No miramos a nuestro lado, atentos a la propia obra, indagamos incluso en el futuro y, fundamentalmente, consideramos el pasado objeto de nuestra atención privilegiada en búsqueda de encuentros con viejos maestros, conocidos o desconocidos; pero vemos con dificultad al que camina a nuestro lado, su presencia viva es como una niebla sobre su obra, nos incomoda y nos priva de la distancia necesaria. Una obra importante surge y no la vemos como tal. Por el contrario, desaparece el autor y a medida que físicamente se desdibuja en un ayer que pronto es pasado y lejanía, su texto adquiere nitidez y se afirma, ya no es el texto de alguien, sino que ese alguien se transforma en texto que nos interpela y exige respuesta. Propio del hombre es la atención a la palabra del pasado, a la más humilde palabra sagrada (palabra del padre, dicen en algunas lenguas). Y sentimos el deber de rescatar todas esas voces para que nada se olvide.

Confieso que leí, prácticamente por primera vez, la obra de Casares el pasado año, quince años después de su fallecimiento, impelido por la colaboración en un libro-homenaje. Serenado mi fluir vital y ganada perspectiva sobre la vida desaparecida, pude realizar una lectura sin prejuicios ni telarañas. El resultado fue profundamente atractivo. Dos momentos en su escritura me impresionaron de un modo particular (ya se sabe que las opiniones de los lectores, por lo que uno aporta, alteran el paisaje recorrido).

En "Deus sentado nun sillón azul" veo la obra maestra de Casares. Ese hombre, principal por su talento en la ciudad, del que no sabemos ni el nombre, envuelto en una niebla que paradójicamente lo determina en lo esencial, equivocado, pero ético en su proceder que lo aleja de los fantoches que lo rodean. Fiel a sus creencias en sus hechos, cualesquiera que sean las consecuencias para los otros y para él mismo, aunque lo alcance el castigo, que no teme y acepta desdeñoso. Es un personaje trágico en sentido griego, el que lleva a cabo lo que juzga necesario, aunque por ello lo busque la muerte. Elemento trágico muy raro, sino único, en Casares.

Destaco también las pequeñas narraciones "Ilustrísima", (hay tanto Casares en el señor Obispo) y sobre todo "Os mortos daquel verán"; unos sindicalistas "Bon enfant" en su lucha llena de humor contra la Iglesia y la propiedad no miden bien el terreno de juego y la muerte, fruto de la alianza asesina de aquellas, se enseñorea trágicamente del escenario. Una pequeña gran obra. En definitiva, un escritor excelente que en sus momentos más altos permanecerá claro en mi memoria.