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Clase obrera

Los sociólogos aseguran que prácticamente ya no existe la clase obrera, pero eso no es del todo cierto. Lo que está desapareciendo es la clase obrera tal como la conocíamos en el siglo XX -trabajadores industriales por cuenta ajena, empleados en grandes fábricas y casi siempre sindicados y con ideología de izquierdas-, pero la clase obrera sigue existiendo y quizá no esté parando de crecer. Basta darse una vuelta por cualquier ciudad para ver qué clase de trabajos son los más habituales: camareros, repartidores a domicilio, reponedores de supermercado, empleados de hostelería, obreros de la construcción. Y eso es clase obrera, se mire como se mire. Lo que ha cambiado es que muchos de esos trabajadores están obligados a ser autónomos (una nueva fórmula de esclavitud, ya que se supone que ellos mismos son sus propios patronos, cuando eso no es cierto: siguen dependiendo de un empresario para cobrar su sueldo). Y lo que también ha cambiado es que muchos de esos trabajadores no responden a los esquemas ideológicos que se les atribuía en el pasado. Y eso desconcierta a algunos. O incluso les incordia.

Llevo varias semanas conviviendo con un grupo de pintores que están arreglando los huecos de la escalera y repasando la fachada. También veo todos los días a las empleadas del supermercado. Desde que han empezado las vacaciones, una de ellas tiene que ir a trabajar con su hija de siete años, a la que veo a menudo jugando sola cerca de las cajas. Un día la vi haciéndose un collar con la cadena de seguridad de las taquillas que se usa para dejar amarradas las bolsas de la compra. Otro día estaba jugando con el hijo de una compradora a hacer carreras frente a las góndolas de los congelados. Otro día estaba sentada en el suelo, pintarrajeando un cuaderno de dibujo con lápices de colores. Su madre la vigilaba con el rabillo del ojo desde la caja o desde los exhibidores, si le tocaba ir a reponer artículos. Durante este tiempo no he visto nunca a la madre alterada ni perdiendo la compostura. Tampoco a la niña. Para mí, eso es una callada y modesta prueba de heroísmo cotidiano. Por lo demás, sospecho que esta madre cambiaría todos los discursos vehementes sobre el feminismo por un decreto que organizara actividades en los colegios durante todo el verano, de ocho de la mañana a ocho de la tarde.

En cuanto a los pintores, más o menos puedo hacer un retrato robot de lo que piensan por las conversaciones que mantienen. No hablan mucho, pero de vez en cuando hacen una pausa y conversan un rato. No son gente sofisticada, por supuesto, pero no tienen un pelo de tontos. Quizá son de las pocas personas que todavía creen en cosas elementales en las que creían sus abuelos. Creen en la familia, en sus hijos y en el trabajo que hacen -del que están muy orgullosos-, igual que creen en las diversiones más corrientes y en una vida sin grandes sobresaltos. No sueñan con viajar a ningún sitio, sino con pasarse dos semanas en la playa, bajo un toldo de lona, rodeados de familiares y amigos -primos, sobrinos, cuñados, hasta suegros-, bebiendo cerveza y comiendo la sandía fresca que guardan en la neverita. Quieren pasarse horas y horas escuchando flamenquito y reguetón, hablando de fútbol o contando chistes malos. No piden más. A diferencia de nosotros -los que vamos de intelectuales-, ellos son gregarios y disfrutan de la compañía: perros, niños, abuelos, todos juntos. Por eso no se identifican con el discurso imperante en la izquierda que les habla de cosas que no entienden (LGTBI, heteropatriarcado, plurinacionalidad). En el fondo, conocen la vida mucho mejor que los líderes de la izquierda que hablan desde sus confortables burbujas en la universidad o en el activismo subvencionado. Y eso los hace más escépticos y más propensos al sentido común, una cualidad que casi no existe en los discursos políticos. Por lo demás, tienen un sentido innato de la lealtad -a la familia, a su trabajo, a su barrio, a su equipo de fútbol, incluso a su patria- que ha desaparecido por completo del pensamiento habitual de la izquierda que dice representarlos.

Por supuesto que quieren salarios dignos y unas condiciones dignas de trabajo. Por supuesto que quieren seguir viviendo en una sociedad que no se desmorone ni que les obligue a emigrar a cualquier otro sitio. Pero no entienden el lenguaje de los que supuestamente dicen representarles. Su mundo es distinto: más elemental, más antiguo, más refractario a los cambios, más anclado en el pasado. Eso no significa que sean retrógrados en materia de costumbres -no lo son y aceptan los cambios-, pero sí que comparten ideas mucho más tradicionales. Para ellos, me temo, siguen importando cosas -la familia, la responsabilidad, el trabajo- que ya no importan a los intelectuales que quieren crear una nueva sociedad a base de nebulosos proyectos de ingeniería social. Y eso explica muchas cosas. O más bien todo, en realidad.

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