A estas alturas, si éste fuese un país políticamente serio, tendría ya declarado el estado de alerta -social y económica- ante cifras como las que acaba de publicar este periódico: Galicia pierde cada año veinte mil jóvenes. Y, casi como consecuencia lógica, su actual nivel demográfico está en las catacumbas, con una estadística desconocida desde 2003; lo cual quiere decir que no ha hecho otra cosa, en catorce años, que envejecer, y además en el peor sentido del término. Pero como si lloviera?

(Se añade la lluvia también en el sentido más pretérito -de cuando antes del cambio climático-. Lo normal era que la pluviosidad batiese récords y nadie le daba importancia -porque era "lo normal"- ni tomaba medidas preventivas para cuando fuese de otra manera. Por eso, seguramente, ahora que se han vuelto las tornas se urge el uso racional del agua, quizá como paso previo al encarecimiento de su precio. Que es, guste o no, casi lo único que el gobierni sabe hacer para que le cuadren las cuentas).

Lo que desespera, y con razón, a cualquiera que se tome en serio los problemas que necesitan una reacción adecuada a su gravedad, es que año tras año se acumulan los avisos y no se adopta una solución siquiera en términos de largo plazo. Que, por otra parte, sería la única que se podría tomar en lo demográfico por ejemplo. Eso sí: planes predibujados y no pactados al menos en su génesis, abundan; se hacían ya en 2003 cuando tocaron las trompetas, pero casi tres lustros más tarde, las alarmas siguen sonando y apenas se actúa de otro modo que hablando.

En esta línea de insensatez generalizada -porque conviene no engañarse: se mire hacia donde se mire en la España autonómica, lo único distinto es la magnitud de la amenaza, general pero con planos diferentes, y sus gobiernos y oposiciones, aparte de rasgarase las vestiduras, no habilitan un presupuesto adecuado para contratar un sastre que las arregle. Aunque en asuntos mucho menos -bastantes incluso calificables, con perdón, de "chorradas"- se habla y no se para. Y hasta se vota, por ejemplo, en el Parlamento gallego, sobre la crisis entre Palestina e Israel.

Dicho lo anterior, y recordado que la sangría de jóvenes supone entre otros daños el de que llegará el momento en que éste será un país -Galicia- que con los niveles de autogobierno que llegue a conseguir durará poco como tal, y añadido que sus pensionistas tendrán que acudir a la beneficencia internacional suponiendo que exista, cabe otra reflexión. Y es que Hacienda, por más que Montoro, o el que sea, se esfuerce, jamás llegará a sumar lo necesario para abordar, y menos resolver, el asunto. Y eso sin contar la otra sangría: la de la pérdida de la inversión pública que supone formar a veinte mil jóvenes cada año y después ver como se van con sus conocimientos a otra parte.

¿O no?