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El espíritu de las leyes

Un liberal europeo

La aportación de Isaiah Berlin (1909-1997), profesor de Filosofía Política en Oxford y en prestigiosas universidades estadounidenses

Es evidente que el paisaje humano de las ciudades y pueblos de Europa ha cambiado significativamente en los últimos treinta años como consecuencia de diferentes oleadas migratorias. Nada nuevo en la Historia, desde luego, que es un continuo ir y venir de gentes. Dentro de la población autóctona hay quien se lamenta amargamente porque ya no se reconoce en un prójimo culturalmente tan ajeno, tan "antipróximo" en su sistema de valores, vestimenta y color de piel. La xenofobia tiene una base social muy amplia y muy susceptible de incrementarse exponencialmente, sobre todo en coyunturas económicas recesivas. Es como un virus letal pero ordinariamente latente.

Y sin embargo, echando una mirada al pasado, no es de extrañarse. Tomemos el caso, verdaderamente paradigmático, de los judíos. Durante dos mil años, fueron marginados, perseguidos y asesinados en suelo europeo. Por último, se les masacró de manera industrial, como en el gran matadero, representativo de la modernidad homicida, que describe el escritor judío Alfred Döblin en su novela "Berlin Alexanderplatz" (1929). Poco o nada (antes al contrario) hizo el cristianismo en favor de la integración e igualdad de derechos de los judíos europeos, que solo alcanzaron el estatuto de ciudadanía con el triunfo de las revoluciones liberales. A pesar de ello, ¿puede alguien dudar legítimamente de la extraordinaria contribución judía a la cultura europea y de su amor, mal correspondido, por Europa? ¿Acaso no han demostrado entender -e incluso encarnar (Stefan Zweig)- como nadie el alma europea, y precisamente en aquello que resulta más intereuropeo, o sea, más supranacional y menos chovinista y aldeano?

He leído recientemente la biografía que el historiador canadiense Michael Ignatieff le dedicó hace tiempo a Isaiah Berlin (1909-1997), profesor de Filosofía Política en Oxford y en prestigiosas universidades estadounidenses. Berlin, hijo de un comerciante judío, nació en Riga (Letonia), perteneciente entonces al Imperio ruso, y vivió también en San Petersburgo. En 1920 su familia emigró al Reino Unido. A propósito de su idiosincrasia, escribe Ignatieff que Berlin aprendió de su madre a valorar el carácter por encima de la inteligencia, la vitalidad por encima del refinamiento y la sustancia moral por encima de la habilidad verbal.

La aportación de Berlin a la cultura europea radica en su concepción del liberalismo, que descansa en una visión del individuo como un ser responsable y moral. La responsabilidad es hija de la libertad. Por eso Berlin rechazaba todas las formas de determinismo: histórico, científico, psicológico? El determinismo, decía, resulta atrayente porque nos libera de responsabilidad y nos permite refugiarnos en algún vasto, amoral, impersonal y monolítico "todo", ya sea la naturaleza, la Historia, la clase, la raza o las duras realidades de cada época. De ahí la propensión humana a las utopías que prometen liberarnos de la carga de la decisión moral.

Además, la idea de libertad de la Ilustración europea incurre en la contradicción de afirmar que el hombre debe ser libre para elegir, pero para elegir únicamente aquello que es racional desear. Así, Marx (otro judío) era un hijo auténtico de Kant: la utopía marxista perseguía la finalidad de emancipar al individuo y hacer posible la autonomía que Kant había defendido como esencia de una vida racional. Ahora bien, el resultado, constataba Berlin, había sido una tiranía construida sobre la doctrina de la falsa conciencia: la idea de que el hombre puede estar tan "alienado" de sus verdaderas necesidades y de su auténtico yo, que ha de ser reeducado por el Estado y los "ingenieros del alma", como llamaba Stalin a los artistas que se plegaron al denominado realismo socialista.

Por consiguiente, el liberalismo de Berlin era, ante todo, el de la libertad "negativa", aquello que separaba el credo liberal de sus primos jacobino, socialista y comunista. Los liberales, escribió, "aspiran a restringir la autoridad en sí", mientras que los demás "aspiran a tenerla en sus propias manos". Es su célebre distinción entre libertad "de" y libertad "para". Liberar al hombre significaba liberarle de obstáculos (prejuicios, tiranía, discriminación) a fin de que pudiera ejercer su propia y libre elección, no explicarle cómo utilizar su libertad.

Aunque reprochara a los románticos que nos legaran la tiranía de la política identitaria, Berlin no era enemigo acérrimo de los lazos comunitarios y confesaba sin ambages que debía a su judaísmo el que en su teoría liberal hubiera quedado sitio para la necesidad humana. Había sido un error de los filósofos de la Ilustración, decía, suponer que los hombres podían vivir sus vidas de acuerdo únicamente con principios abstractos, valores cosmopolitas y "un internacionalismo doctrinario idealista pero vacío". Tal negación de los vínculos naturales era noble pero equivocada. Cuando los hombres se quejan de soledad, observaba Berlin, a lo que se refieren es a que nadie entiende lo que dicen. Ser entendido significa compartir un pasado común, unos sentimientos y una lengua comunes y, en suma, unas comunes formas de vida. Pertenecer es, añadía, algo más que la sola posesión de una tierra o la formación de un Estado: es la condición misma de ser entendido.

Esta manera de acercarse a lo humano la extendía Berlin igualmente al ámbito de las creencias religiosas. Pese a su escepticismo, atribuía la mayoría de los males del siglo XX a la idolatría de la razón laica. "Los ateos resecos -escribió- no comprenden gracias a qué viven los hombres".

Para concluir, he aquí el juicio divertido y sagaz de uno de sus alumnos: a Isaiah Berlin "le gustaba adentrarse en la irracionalidad romántica de día, pero siempre volvía a la Ilustración por la noche". Es una valoración preciosa. Con alumnos así, ¿cómo no ser un gran maestro?

* Catedrático de Derecho Constitucional

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