El 6 de noviembre de 1661, la segunda esposa de Felipe IV, Mariana de Austria, daba a luz en Madrid a un nuevo hijo varón al que bautizarían con el nombre de Carlos. Era la última esperanza de descendencia de un ya envejecido y decrépito monarca, ya que días antes, el 1 noviembre, fallecía el que había sido hasta ese momento el príncipe heredero, otro hijo varón, llamado Felipe Próspero. El 17 de septiembre de 1665 falleció Felipe IV, con lo que la corona de España recayó en el nuevo descendiente, que reinaría con el nombre de Carlos II, entre 1665 y 1700. El novel monarca era un niño de cuatro años por lo que permaneció bajo la regencia de su madre hasta 1675, año en que alcanzó los 14 años, edad decretada en el testamento de su padre como mayoría de edad. Carlos II fue conocido por " el Hechizado", ya que sus males, algunos verdaderos y otros supuestos, se atribuyeron a brujería e influencias diabólicas. Murió sin descendencia el 1 de noviembre de 1700, a los 38 años de edad, extinguiéndose la rama española de los Habsburgo, lo que desencadenó la Guerra de Sucesión Española.

En el momento en que Carlos heredó la monarquía todavía los dominios españoles eran extensísimos, abarcaban media Europa y un inmenso imperio colonial. Continuaba siendo real la afirmación hecha por su bisabuelo Felipe II: "En mi imperio nunca se pone el sol" -frase que hacía alusión a que mientras el Sol se ponía en Occidente, nacía en Oriente, y en ambos hemisferios el rey poseía territorios-. Como consecuencia, la intitulación del soberano era impresionante. Sin embargo, la situación social, económica y política en que se encontraba el imperio español era de postración, por lo que se ha dicho de aquella monarquía que era un gigante con los pies de barro. Dada la imposibilidad material de tratar aquí este aspecto, además de no ser objetivo de este artículo, les remito a un libro de fácil lectura, el de José Calvo Poyato: La vida y la época de Carlos II el Hechizado (Barcelona: Ed. Planeta; 1996).

La historiografía española, manipulada por el mito, la Leyenda Negra y una serie de estereotipos históricos redactados de forma interesada bajo la influencia por los Borbones, demonizaron y degradaron a Carlos II, tanto en lo personal como en su obra como monarca. Como consecuencia, se le presentó tradicionalmente como el paradigma de la decadencia española. Fue una exoneración interesada y dirigida para exaltar la nueva dinastía. Sin embargo, la investigación actual nos da una nueva visión sobre el rey y su reinado. Este enfoque diferente ha sido bien analizado por el historiador y académico Luis Ribot García ( Carlos II: ni tan hechizado ni tan decadente. La Aventura de la Historia, nº 136; febrero, 2010).

La degradación histórica alcanzó, de modo cruel y disparatado, a la patografía de Carlos II. Aunque el historial clínico es indudablemente complejo y apasionante, su patología se ha exagerado o distorsionado de forma equivocada o intencionada, de una manera repetida. Asimismo, son erróneas e incluso inverosímiles muchas de las interpretaciones diagnósticas propuestas.

Los matrimonios concertados entre los miembros de distintas familias reales europeas, durante muchos siglos, condujeron a una elevada endogamia. Como consecuencia, se produjo la expresión fenotípica de trastornos hereditarios de reducida frecuencia. Siempre se toma como ejemplo expresivo la hemofilia presente entre los varones descendientes de la Reina Victoria de Inglaterra (1819-1901), cuya familia se prodigó en diversas casas reales. Durante 150 años la familia real española llevó a la práctica una política matrimonial endogámica que debilitó progresivamente la vitalidad de las sucesivas generaciones de los Austrias y condujo a que los descendientes de los que transportan enfermedades autosómicas recesivas se volviesen homocigotos y las expresasen clínicamente. Así, en un buen análisis genealógico e histórico, el realizado por Jaime Cerdá (Rev Méd Chile 2008; 136: 267-270) y completado en los aspectos genéticos por Ricardo Cruz-Coke (Rev Méd Chile 2008; 136: 950-950), este autor afirma: "Carlos II de España (1661-1700) fue descendiente de tres generaciones de abuelos y abuelas con siete matrimonios consanguíneos virtualmente incestuosos, con coeficientes de endogamia de F = 1/8 y F = 1/16, es decir con 12,5% y 6,25% de genes idénticos por descendencia. Los coeficientes normales individuales son del orden de F = 1/64 a 1/128, alrededor de 1% de riesgo de homocigosis". El coeficiente de endogamia (inbreedíng) F es la probabilidad de que dos genes, que cada individuo tiene en un locus cromosómico, sean idénticos para la descendencia. Corroboraron estos datos los investigadores de la Fundación Pública Gallega de Medicina Genómica, Gonzalo Álvarez, Francisco Ceballos y Celsa Quinteiro, que calcularon el coeficiente de endogamia (valor matemático que indica la probabilidad de que dos genes sean idénticos por descendencia). En palabras del primero: "El rey -Carlos II- tenía un coeficiente del 25%, que equivale al que tendría un individuo fruto de un incesto entre hermanos o entre padres e hijos" [?]. Ese 25% significa que una cuarta parte de su genoma era homocigoto; es decir, que las secuencias en un cromosoma (el heredado del padre) y el otro (por vía materna) eran idénticos". Algunas de las posibles enfermedades hipotéticamente sufridas por Carlos II estarían causadas por los genes heredados. Para confirmarlo sin duda está la expresión fenotípica, recogida en la multitud de retratos que le hicieron a los Habsburgo, a pesar de que alguno de los pintores dulcificaron su aspecto. Entre estos retratos cabe citar los pintados por: Juan Carreño de Miranda (1614-1685), Claudio Coello (1644-1693) y Luca Giordano (1634-1705). En todos ellos se advierten los defectos físicos del monarca: Macrocránea (cabeza grande), caput cuadratum (cabeza cuadrada) con ángulos frontales y occipitales marcados, frente olímpica, ojos caídos y sin vida, prominente nariz, prognatismo (mandíbula prominente) y megabelfo (labio prominente y colgante). Tanto el prognatismo como el megabelfo eran patentes en todos los Austrias y según Florestán Aguilar (1872-1954) y Luis Calatrava (1919-1984) -vease Anales Real Academia Medicina, 1979- tuvieron su origen en los Habsburgos y en los Duques de Borgoña (de la rama Trastamara), a través del matrimonio entre Felipe I "el Hermoso" y Juana de Castilla "la Loca", que heredaría de forma evidente su hijo el emperador Carlos V.

Al nacer Carlos II la Gazeta de Madrid anunció la llegada al mundo de "un robusto varón, de hermosísimas facciones, cabeza proporcionada, pelo negro y algo abultado de carnes". Aquella descripción contrastaba la impresión del embajador de Francia, quien comunicaba a los pocos días: "el príncipe parece bastante débil; muestra signos de degeneración: tiene flemones en las mejillas, la cabeza llena de costras y el cuello le supura" y más adelante, "asusta de feo". Nada que objetar a su fealdad, mas el resto parece describir simplemente una tiña fávica, infección supurada por hongos muy frecuente en esa época. El niño Carlos, según diferentes autores, creció como un niño débil y enfermizo, tenía frecuentes catarros, diarreas y escasa musculatura y presentaba un evidente retraso en su desarrollo psicomotor, pues cumplidos los seis años aún no había aprendido a caminar. Asimismo consta que padeció sarampión y varicela a los 6 años, rubéola a los 10 años y viruela a los 11 años. También sufrió ataques epilépticos hasta los 15 años. Todos los procesos sufridos y dificultades motoras desaparecieron o disminuyeron a partir de los 15 años. Igualmente, se habla de escaso desarrollo intelectual, basándose en sus dificultades de lenguaje y escritura. Se informa que siempre se mostraba enclenque y fatigado y con frecuentes trastornos gastrointestinales. A los 28 años se mostraba débil y laxo, manifestaciones que se acentuaron los últimos años de vida, al tiempo que aparecieron edemas generalizados y signos de extenuación progresiva. También se sabe que a largo de su vida presentó arranques de cólera imprevisibles y una adicción mono-alimentaria al chocolate. Aunque se desposó a los 18 años y de nuevo, al enviudar, a los 28 años, no tuvo descendencia, por lo que se le adjudicaron impotencia, hipogonadismo y malformaciones genitales. Finalmente falleció de una diarrea grave, después de dos días en coma. Su autopsia mostró "un corazón del tamaño de un grano de pimienta, los pulmones corroídos, los intestinos putrefactos y gangrenosos, en el riñón tres grandes cálculos, un solo testículo, negro como el carbón y la cabeza llena de agua". Las deformidades craneales se corresponden a manifestaciones de raquitismo, cuadro que también pudo ocasionar, al menos en parte, la debilidad muscular y las infecciones padecidas. Sin embargo, todas estas condiciones eran casi obligadas en su época y las superó sin mayores complicaciones. Es muy dudoso que padeciese viruela, pues al sobrevivir le habría dejado cicatrices características en la cara. Las dificultades de lenguaje podrían estar relacionadas con el prognatismo y el megabelfo y las de escritura con la tardía y mala educación recibidas. El retraso intelectual sugerido no se corresponde con sus hechos; supo preservar el patrimonio de la Corona, logró una buena recuperación económica y demográfica, consiguió mantener los dominios y mostró capacidad política. El testículo negro descrito en la necropsia parece corresponder al resultado de una torsión del cordón de esta gónada. En ningún momento se objetivaron otras anomalías genitales ni hipogonadismo. Por la supuesta impotencia y esterilidad, el pobre rey recibió una serie de asquerosas pócimas y fue sometido a diversos exorcismos.

Muchos fueron los diagnósticos propuestos para los síntomas y signos que presentaba Carlos II. Gregorio Marañón (1887-1960) formuló el de déficit hipofisario global y progeria (envejecimiento brusco de origen genético). Antonio Castillo y Pedro Gargantilla plantearon el diagnóstico de síndrome de Klinefelter (anomalía cromosómica, la más frecuente 47, XXY, en lugar de 46, XY). Emilio Navalón y María Teresa Ferrando aventuraron que padecía el síndrome del X frágil (una de las causas más frecuentes de retraso mental hereditario). Ángel García-Escudero apuntó a la posibilidad de hermafroditismo (gónadas indiferenciadas). Ninguno de estos diagnósticos se corresponde con las manifestaciones y evolución del monarca. La práctica totalidad de las manifestaciones patológicas y su devenir encuadran en una de las formas de la llamada acidosis tubular renal proximal. Esta entidad es una enfermedad hereditaria en la que existe un defecto del túbulo renal para la reabsorción de bicarbonato. El diagnóstico definitivo podría alcanzarse estudiando fragmentos de ADN de Carlos II por técnicas de biología molecular.