Como muestra de que todo exceso de celo aboca al absurdo, el protocolo, que se orienta a custodiar con las formas las representaciones de lo más elevado, acaba de arruinar uno de los símbolos de la historia reciente. Las reiteradas alusiones al papel de Juan Carlos I en los momentos confusos del final del franquismo agrandaron su ausencia en el acto solemne con el que el Congreso quiso recordar los cuarenta años de las primeras elecciones democráticas. Los guardianes del rito dejaron fuera a uno de los protagonistas de aquel momento, lo que, a su manera, es una forma de revisión del pasado, aunque de ello sólo quede constancia en el diario de sesiones.

La aparente torpeza protocolaria fortalece la defensa del mérito colectivo de la Transición, un proceso incierto, sin guion, marcado por algunas notorias individualidades, que se movieron más por la voluntad de cambio que por un sentido visionario de la historia.

En una interpretación freudiana, el olvido del padre sirve al hijo para remarcar que de todo hace ya cuarenta años y que la constante invocación al modo en que entonces se sortearon los peligros de aquella coyuntura puede convertirse más en una atadura que en una ayuda, cuando el país de ahora poco tiene que ver con el que era en 1977, aunque persistan algunos de sus males. Los logros de entonces, como la Constitución, dejaron ya de ser intocables para una sociedad distinta que concibe sus propios cambios. Conviene dejar ya que la Transición ocupe el lugar que le corresponde en la historia, lejos de la añoranza de quienes la encumbran y del denuesto de aquellos que la ven como el pecado original de lo que ahora somos.

El hijo, que rompe con el vínculo que siempre se le reprochó a la familia al llamar dictadura a lo que lo fue, busca su tiempo -también incierto, igualmente confuso- como lo hizo el padre, ahora ausente. Por eso no es descartable que, al final, el protocolo tenga algún sentido.