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José María de Loma.

Sin aire

La ola de calor

Se ha estropeado el aire acondicionado. Las gotas recorren las frentes de los afectados como esas centellas que a veces uno ve de noche, en el cielo, en pleno verano, insomne y alterado por la lectura de rimas asonantes o de prosa de realismo mágico. Bueno, es verdad, no hay centellas en el cielo. Ni ahora ni nunca. O, al menos, yo no las veo. Y sí hay son asunto extraordinario que las televisiones anuncian, las radios publicitan y los periódicos jalean por ser hecho casi insólito y, nunca mejor dicho, fugaz. No hay aire acondicionado y el calor es lacerante, un calor como de novela negra ambientada en la meseta castellana un diez de agosto a las cuatro y media de la tarde. Un toro muge.

El técnico del aire acondicionado es como de la familia. No como un hermano, que eso sería exageración o hipérbaton. Es alto y fuerte y tiene la piel gruesa. Solo así se explica que reciba sin bramar las invectivas y quejas, cuando no dicterios, de tanta gente que, acalorada, cree estar en el infierno y no en una vida sin horarios. Él no tiene la culpa. Nadie tiene la culpa. Los aires se rompen, afirma el técnico, tal vez ignorante de que está haciendo una frase poética o como de título de cuento: los aires se rompen. El aire está roto, dice alguien en el ascensor con una suerte de resignación que debió ser parecida a la que exhibió Napoleón cuando le dijeron que de llegar a Moscú nanai de la China.

A China no llegó, llegó Marco Polo, que vino contando que había visto el hielo (como el de "Cien años de soledad") y cuando alguien quiso imitarle y viajar al gigante asiático encontró calor. Es lo que tiene el cambio de estación. En China se venden cada año millones de aparatos de aire acondicionado que acondiciona a los chinos para el calor. Millones de aparatos que transforman el aire pero que a esta piel de toro que algunos llaman nación de naciones no llega. Para colmo hay terral, o amago de terral, o al menos hay terral a la hora de escribir estas líneas, que no es hora taurina y sí de merienda y de niño, hijo, sal ya del agua que te va a dar una alferecía. El niño no sale. El niño es que no es tonto y sabe que fuera cae fuego; que le caiga a mi padre, pensará. El fuego. Así que el padre se mete con él en el líquido elemento, dado que bañarse resulta mejor idea que escribir una columna, que va saliendo calentona y veraniega, un punto asfixiante siendo aún primavera. "Soy el calor que sin nombre avanza sobre las piedras frías", escribió Vicente Aleixandre. Esto es el paraíso del bochorno. Sin aire.

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