Hasta ahora los únicos parches que conocíamos eran los de sor Virginia, monja animosa que ideó unos que se enfrentaban con fe y mansedumbre al reuma y a los dolores articulares y musculares. También hemos utilizado la palabra parche para designar a algo que se trata de arreglar de forma provisional y presurosa, es decir, a una chapuza, tan frecuente en una sociedad como la española que ha levantado altar al remiendo.

Fue muy conocido en años rebosantes de patriotismo el parche que llevaba en un ojo el general Millán Astray y yo he tenido ocasión de ver en el museo de Ceuta el ojo de cristal con el que en vida miraba este caballero, a quien le dolían las extremidades que le faltaban y que lucía un aspecto físico polícromo: amarillo enfermo por delante; azul heroico por detrás.

Hoy las cosas han cambiado. Hace poco se ha producido un ataque tan informático como selvático a ordenadores, empresas y servicios públicos, lo que nos ha alertado acerca de los riesgos que rodean nuestra existencia, colgada del humor de un pirata corrupto como está colgado el noctámbulo de la noche. En tal acción delictiva se han visto involucrados decenas de países al mismo tiempo, entre ellos ese Reino Unido que avanza victorioso hacia el pasado, y esta circunstancia nos permite dibujar una mueca de indulgente sonrisa hacia quienes hablan de levantar nuevas fronteras y llenarlo todo de competencias blindadas y proclamar repúblicas vacuas, entre otra porción de majaderías servidas a diario por personas a las que nadie somete a tratamiento psiquiátrico ni siquiera les administra un tranquilizante.

Pues bien, ante esta catástrofe que anuncia otras, nuestra única salvación se ha buscado en recurrir a un parche, un parche ahora informático, que se aplica a un programa con el fin de corregir errores y neutralizar desajustes, un parche que se descarga miles y miles de veces, que penetra por conexiones y puertos, qué sé yo (nada entiendo del asunto ni Dios lo quiera). Hemos así clamado por el parche, hemos invocado el parche como en otras épocas se invocaba a una virgen con buenas influencias. Y el parche nos ha salvado.

Está claro que las futuras guerras ya no tendrán soldados, ni novias de soldados, ni oficiales juerguistas, quedando tan solo como decorado las viudas.

Con todo, yo pienso menos en el parche que en el parchista, en ese superexperto que trata a los virus como el antiguo epidemiólogo: ¿cómo será?, ¿será alegre o le gustará saborear ocasos?, ¿creerá en Dios o en Mozart?, ¿respetará a sus semejantes o les dará conferencias?, ¿se hará selfis?, ¿estará en Instagram?, ¿discurrirá por su cuenta o escribirá tuits? y así seguido...

Tengo gran respeto por el parche salvador pero al parchista, que es quien me interesa porque le imagino con trazas de mixtificador imaginativo y templado, hay que asegurarle una vida lisonjera para que pelee constantemente contra las trampas de internet y los desalmados que pueblan ese invento y así pueda seguir parcheando.

Porque ya vemos que todo lo que tenemos alrededor, tan sólido y afinado como lo creíamos, depende de un parche. Parchear es resucitar.