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Joaquín Rábago.

Costosa negligencia

Leí el otro día una noticia que, como tantas otras de cosas que ocurren en el país, me dejó estupefacto. Se titulaba "Así perdió España el arbitraje de las renovables".

Contaba "El País" cómo España perdió el proceso iniciado ante un tribunal internacional de arbitraje por un grupo de inversores que se consideraban perjudicados por el recorte de primas a las energías renovables.

Consecuencia de ello es que el Estado español, es decir los contribuyentes, tendrá que indemnizar a los inversores supuestamente damnificados con 128 millones de euros, a la vez que se sienta un peligroso precedente para los otros 26 arbitrajes pendientes.

El tribunal de arbitraje del Banco Mundial llegó a la conclusión de que el Gobierno español había "eliminado un régimen regulatorio favorable" otorgado a los demandantes y lo había sustituido por un sistema normativo sin precedentes y totalmente distinto".

De acuerdo con la versión del periódico, el Gobierno español llamó como testigo al director de energías renovables del Instituto para la Diversificación y Ahorro de la Energía, quien demostró su ignorancia a la hora de responder durante el proceso.

Después de que no lograse despejar las dudas sobre si se había leído o no los informes en torno a las plantas termosolares objeto de la demanda y argumentar que no le habían dejado entrar en una planta para recabar datos, terminó reconociendo que ni siquiera había solicitado el acceso a las mismas.

Pero no acaba ahí la cosa, sino que nos enteramos también gracias a la información del periódico de que el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, no se había dignado contestar a las cartas previamente enviadas por los inversores en las que solicitaban negociaciones.

Estos mandaron en total tres cartas, la primera redactada en inglés y luego con la oportuna traducción al castellano, sin que ninguna de ellas obtuviera respuesta.

El disparate llegó al punto de que incluso el árbitro nombrado por el Estado español terminó dando la razón a los demandantes, que se quejaban unánimemente del recorte de las primas prometidas.

La moraleja de esta historia es que, como tantas veces ocurre en nuestro país, al final nadie se hace responsable de nada ni tampoco parece que se exijan a nadie responsabilidades.

Aquí se cometen los mayores atropellos por acción u omisión, que para el caso es lo mismo, sin que pase absolutamente nada. Los ciudadanos terminamos pagando.

Como pagamos cuando las compañías que explotan determinadas autopistas reclaman una compensación porque el tráfico y por tanto los ingresos que generan son inferiores a los garantizados contractualmente por el Estado.

O cuando éste aprueba regulaciones que benefician a grandes empresas de otros sectores como el eléctrico o el financiero, asumiendo, si hace falta, sus riesgos. ¡Así, cualquiera!

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