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Giovanni Falcone: una muerte que sacudió a Italia

Rosaria Costa se acercó tambaleante al púlpito y comenzó a hablar con voz entrecortada. Sus palabras sonaron tan sencillas como mordaces. En el centro de la iglesia, abarrotada de gente, había cinco ataúdes colocados en orden. En uno de ellos yacía su marido, el agente de policía Vito Schifani. En su discurso, Rosaria pedía justicia, pero de repente, y de manera inesperada, se dirigió a los hombres de la mafia, convencida de su presencia en ese lugar en un día tan triste para ella, para las familias de las demás víctimas y para todos los italianos honrados. Así sonaron sus palabras por los altavoces de la iglesia: "Que sepáis que también vosotros podéis lograr el perdón? yo os perdono, si tenéis el valor de cambiar? pero ellos no cambian", y, con mirada evanescente y agarrada al cura que la sujetaba para que no se desvaneciera, repitió entre sollozos esas últimas palabras despojadas de esperanza: "Ellos no quieren cambiar, no quieren?". Era el 25 de mayo de 1992. Para entender esta escena tan estremecedora, tenemos que retroceder tan solo dos días. El 23 de mayo, mientras en Roma se estaba eligiendo al nuevo presidente de la República, en Palermo el día soleado y caluroso era una clara señal de que el verano estaba cada vez más cerca. Esa misma tarde, poco después de las 18, la RAI 1 interrumpió uno de sus programas de mayor audiencia para lanzar una edición extraordinaria del telediario, señal de que algo muy grave había pasado. Una conmocionada locutora daba esta trágica noticia: "El juez Giovanni Falcone acaba de sufrir un tremendo atentado". El magistrado, que había sido uno de los principales artífices del mayor juicio contra los hombres de las Cosa Nostra, había llegado a Palermo esa misma tarde para pasar el fin de semana en compañía de su esposa. Esa era una costumbre que no quería perder, a pesar de trabajar en Roma, siempre que podía se escapaba a su ciudad natal.

En el aeropuerto de Punta Raisi, a unos veinte kilómetros de la capital siciliana, le esperaban tres coches blindados y unos cuantos policías para escoltarle hasta su residencia. Para llegar a la ciudad, el convoy tenía que pasar por Capaci, una pequeña localidad, anónima hasta ese día. A las 17.55 un enorme estruendo la colocó en ese peculiar mapa de los sitios más siniestros de Italia. Los mafiosos habían puesto debajo de la calzada más de 1.000 kilos de explosivo a pocos metros de la salida de ese pequeño pueblo siciliano de unos diez mil habitantes. Tan solo pulsando el botón de un mando a distancia se activó la bomba que produjo una fuerte explosión justo en el momento en el que transitaban los tres vehículos. Tres agentes de la escolta (Antonio Montinaro, Vito Schifani, Rocco Dicillo), el juez y su esposa (Francesca Morvillo) fallecieron.

Las primeras imágenes que la televisión retransmitió fueron impactantes y todavía hoy, todo italiano que ese día no pudo despegarse de la pantalla las recordará con sorprendente nitidez: un enorme cráter se había engullido la autopista, la carretera ya no existía y los coches quedaban aplastados bajo los escombros. Esa acción criminal, de una magnitud casi desproporcionada para lo que acostumbraba la mafia, dejaba constancia de que Cosa Nostra buscaba un ataque frontal contra el Estado italiano, justo en el momento en el que el juicio a los mafiosos llegaba a su acto final con la confirmación por parte del Tribunal Supremo de la mayoría de las condenas impuestas.

Giovanni Falcone no había sido el primer magistrado asesinado por la mafia, pero era quizá el más querido por la gente, y casi sin ninguna duda el más conocido. Ante la noticia de su muerte, el pueblo italiano en general y los sicilianos en particular, se volcaron en manifestaciones de solidaridad, declarando de manera elocuente su rechazo a la violencia mafiosa. Una isla que durante demasiados años había permanecido callada frente a los crímenes de los hombres de honor, pedía a gritos una intervención seria y contundente por parte del Estado.

A su vez, los políticos que, en algunos casos, habían titubeado en su lucha contra la mafia, comenzaron a temer por sus propias vidas. Que uno de los hombres más protegidos del país hubiese volado por los aires dejaba unas señales inquietantes: primero, su protección no era tan buena como se creía o el poder de la mafia había sido infravalorado; segundo, con toda probabilidad, la mafia había logrado colocar algún informador en el interior del ministerio en Roma o en la fiscalía de Palermo, ya que el vuelo que cogieron Falcone y su mujer desde la capital era top secret; por último, la mafia había decidido abandonar las amenazas para pasar a la acción.

Comenzaba así uno de los periodos más complicados de la Italia republicana. No olvidemos que el país ya estaba sumido en el escándalo de Tangentopoli, aquel entramado de sobornos y corrupción entre política y empresas que le costó el cargo, entre otros, a un estadista del calibre de Bettino Craxi, líder del Partido Socialista Italiano y primer ministro en los ochenta.

Hoy, a distancia de 25 años, los italianos conmemoramos ese 23 de mayo de 1992. Y lo hacemos con la convicción de que la sociedad pudo reaccionar, de que la gente de a pie tuvo el valor de oponerse a la mafia, de gritar su rechazo a esa montaña de suciedad. Giovanni Falcone se convirtió en símbolo de la esperanza para todos los sicilianos obligados a convivir con la muerte durante demasiado tiempo. Ese atentado se convirtió en un acto catártico para muchos ciudadanos honestos que no pudieron callar más. Sicilia cambió ese día. El atentado al juez Falcone, tal y como dijo su amigo y compañero de profesión, Paolo Borsellino (que la mafia mataría tres meses después), eliminó la indiferencia de la gente. Ya nadie podía mirar al otro lado, decir que no había oído nada, que la mafia no existía. La muerte de Falcone primero y de Borsellino después abrieron los ojos y encendieron las conciencias de un pueblo herido por sus propios compaisanos; un pueblo avergonzado y harto de que la mafia lograse introducirse en la vida de la isla. El 23 de mayo de 1992 fueron muchos los que, entre lágrima, sollozos y rabia pensaron en aquella frase cargada de esperanza que Giovanni Falcone solía repetir: "La mafia no es invencible, es un fenómeno humano y como todos los fenómenos humanos tiene un comienzo, una evolución, y por lo tanto tendrá también un final".

*Profesor de la Universidad Rey Juan Carlos

Autor del libro "No quieren cambiar", Madrid, Dykinson, 2016

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