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Tribuna libre

El fraude fiscal

Quitar a los ricos y dar a los pobres es la leyenda del bandolero generoso. En opinión de muchos esta es la filosofía del Estado moderno, pero nadie ha probado que sean los ricos quienes más contribuyan al gasto público; entre otras razones porque, hoy por hoy, todavía no es concebible un estado capaz de controlar todos los consumos y todas las rentas que se producen en su territorio.

Si se pretende que todos los ciudadanos participen sin resistencia en la financiación del gasto del sector público, es preciso imbuir en todos los individuos la idea de que el progreso de las sociedades se basa en la aportación de una parte de sus rentas en la comunidad humana, y, además, resulta imprescindible que en las leyes tributarias prevalezcan, por encima de todo, la justicia y la equidad.

La concreción material de la justicia en este ámbito vino apuntando en dirección a la capacidad económica de cada persona retraída a los ideales de justicia distrtibutiva formulada por los filósofos griegos, si bien quien la sentó por primera vez como premisa axiomática fue Adam Smith al matener que los súbditos de un Estado deben contribuir al sostenimiento del gobierno con la cantidad más aproximada posible a la proporción de sus respectivas capacidades.

Pero, como bien tiene apundado F. Sainz de Bujanda, no es posible que el hombre de nuestro días crea en el Estado en que vive, ni contribuya con lealtad y diligencia al levantamiento de las cargas públicas, si la Administración no somete rigurosamente sus actos fiscales a un orden jurídico que infunda seguridad en sus relaciones con las economías particulares.

Son muy significativas, al respecto, las páginas que el P. Suárez en 1500 dedicara para establecer en qué casos la evasión sería lícita moralmente y cuáles no; pero ahora sólo voy a hacer referencia a las que estimo más influyentes hoy.

En primer lugar, la evasión fiscal es casi inevitable cuando la presión fiscal es elevada y reduce tanto la renta que no es suficiente para satisfacer las necesidades elementales. En segundo lugar, el hecho de que la presión tributaria, al menos en parte, no sirva para cubrir los costes de los servicios públicos, sino para alcanzar finalidades ideológicas al servicio de las organizaciones políticas y sindicales, determina que quienes no están de acuerdo con esas finalidades encuentren en esta divergencia un argumento válido para justificar la evasión. Y es que ¡Cuántas veces el fraude no es sino una torpe y amarga reacción frente a un Estado en el que se ha perdido la fe! ¿Y qué decir cuando la concentración del fraude fiscal en las actividades profesionales y empresariales viene a ser la causa de que el IRPF sea cada vez más un "impuesto sobre las nóminas"?

Por eso, no es de extrañar que, en aquellos países donde la fiscalidad es más justa y más transparente la administración del gasto públido, sea donde menos abunda el fraude fiscal.

En conclusión, para que la colectividad repudie el fraude fiscal los ingresos obtenidos en concepto de tributos deben destinarse a un fin óptimo y deben estar bien administrados.

*Profesor de Economía y Derecho en el IES Rodeira de Cangas

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