La excelencia educativa depende más de las cualidades de las personas -la capacidad de los profesores, la disposición de los alumnos y la actitud de los padres- que del dinero. Un aumento de los recursos no siempre garantiza mejoras. Ninguna de las siete leyes de enseñanza que ha tenido el país en tres décadas se ocupó de los profesores. Los sucesivos Gobiernos han abandonado a los docentes a su suerte, y los prefieren disciplinados y recargados de burocráticas normas y reglamentos antes que motivados, ambiciosos e innovadores. "Lo que pasa es que no somos conscientes de lo que nos pasa", exclamaba Ortega sobre España, y algo así ocurre con la enseñanza. Porque España permanece atrapada en difíciles dilemas, pero ninguno tan estructural ni tan urgente hoy como el de lograr una educación renovada, a la altura de los tiempos. Seguimos a la espera.

Un profesor de la Universidad que imparte clases en uno de los siete campus gallegos pasa cada semana posterior a los exámenes redactando informes para justificar ante sus superiores las notas. Por exceso o por defecto los hay que no encajan en los porcentajes "normales". Hay facultades, con muchos alumnos y una materia exigente, en las que el número de suspensos es elevado. En otras, en cambio, hay aulas con muy pocos estudiantes, en las que realiza un trabajo personalizado, muy participativo, con un seguimiento permanente, que repercute positivamente en el rendimiento y en el elevado número de aprobados. De ambas circunstancias necesita ofrecer explicaciones a sus superiores e incluso verse desautorizado. Salvo para aumentar su carga absurda de papeleo y de burocracia, nadie se ha ocupado en este país de los docentes. Cada reforma ha sido peor que la anterior.

El método finlandés es hoy de los más elogiados del mundo. Sus alumnos encabezan la clasificación de las pruebas PISA cada año. En 1950 apenas un 10% de los estudiantes terminaba la Secundaria. El país consiguió corregir la carencia en solo una generación. No ha sido cuestión de fondos o de idiosincrasia. Luxemburgo goza de una renta parecida a Finlandia y su educación rinde 20 puntos por debajo. Suecia comparte cultura nórdica y aún desciende más en la lista. El secreto fue escoger a los mejores estudiantes, enseñarles a enseñar y prestigiar su labor como profesores. Eso es lo único que comparten modelos de éxito como el citado, el de Corea del Sur o el de Singapur.

Dar con esa tecla aquí lo intentó el escritor y filósofo José Antonio Marina con su Libro Blanco de la Profesión Docente, una suerte de guía elaborada por encargo del Gobierno central para convertir la docencia en una profesión altamente cualificada. "¿El que no vale pone un bar o hace Magisterio? Es una de las cosas más tristes que he podido oír. Los profesores están asustados porque la sociedad no acaba de valorarlos. Las familias, que antes eran las grandes valedoras, no conectan con ellos", declaraba Marina en una entrevista en FARO.

El Libro Blanco concluyó que fallan la selección (otras carreras poseen notas de corte más elevadas y una consideración superior), la formación (muy volcada en la pedagogía y poco en la práctica), la motivación (las encuestas indican que los docentes pierden la ilusión a los tres años, triturados por la inercia), y el liderazgo en los centros (carentes de margen para adoptar decisiones). Contra esos males sugirió un MIR educativo, con dos años remunerados en las aulas; evaluaciones periódicas, formación continua, complementos salariales para los mejores y colegios con autonomía para contratar a una parte de su claustro. Aportaba una perspectiva inédita al incidir en la necesidad de convertir la docencia en una actividad de élite. No dejaron de lloverle críticas. Y aunque sólo fuera como material de base para romper el inmovilismo y avivar el debate, no deberían sus reflexiones pasar al cajón de los informes inútiles porque con la educación nos lo jugamos todo.

Lo que no se estrella contra la intransigencia de los sindicatos choca con el blindaje de la función pública y el sectarismo de los partidos. Así no hay forma de avanzar. Las centrales, incluidas las gallegas, ponen el grito en el cielo porque no quieren que los salarios varíen en función del mérito. Sólo les preocupa la equidad, que en la práctica acaba traduciéndose en igualdad en la mediocridad. "Todos los profesores son buenos", argumentan, "y superan una oposición", como si eso garantizara el talento, la vocación y las ganas para toda la vida, para a renglón seguido contradecirse y admitir que los estudios de Magisterio están desfasados. Y a los grupos políticos les basta con conocer que la iniciativa parte del PP para denostarla. ¿Habrá manera, sin que lo pregonen solo de boquilla y en campaña, de que suscriban de una vez un pacto de Estado? El problema no puede cronificarse por la demagogia y el cerrilismo ideológico de unos y de otros.

Lo único que valora el sistema público es la antigüedad. Vamos por la séptima ley sin salir de la ramplonería. La enseñanza ni forja ciudadanos críticos ni se adapta a las necesidades del mercado. Está desconectada de la realidad. Basta con mirar hacia la Formación Profesional, todavía pendiente de adaptar su oferta a lo que las empresas necesitan y girar hacia los nuevos perfiles profesionales. Los oficiales que esta ya necesita no tienen dónde instruirse. En vez de reimpulsar valores como el esfuerzo y la disciplina, las grandes polémicas se reducen a si los alumnos pueden pasar de curso con dos, tres o cuatro asignaturas suspensas, si hay que hacer deberes fuera del horario escolar o a optar entre Religión y Ciudadanía.

El bajo rendimiento, salvo contadas excepciones, del sistema educativo español no solo dificulta la excelencia en la preparación, sino que, además provoca una tasa de fracaso escolar que duplica la media europea. El círculo vicioso se cierra con otra realidad escolofriante, como es que nos estamos quedando sin los mejores. Porque los suficientemente preparados, esos que han dedicado tiempo a formarse y en los cuales el conjunto de la sociedad ha invertido cuantiosas cantidades de dinero se ven en la obligación de marcharse a trabajar fuera.

Sobre todas estas cuestiones, sobre la necesidad de que la escuela como modelo educativo abandone el sistema clásico y apueste por la creatividad en las aulas, sobre los retos pendientes, reflexionarán expertos y profesores en el I Foro de Educación FARO DE VIGO que el diario decano llevará a cabo el próximo sábado 27 de mayo en el Auditorio Mar de Vigo con el objetivo de convertirse en un ágora de referencia para contribuir a esa revolución pedagógica pendiente.

La educación es lo más importante que cualquier sociedad puede legar a sus generaciones futuras. La Gran Recesión clavó una estocada profunda al empleo en España. Pero las carencias vienen de antes. El país ha soportado en los últimos 35 años una tasa de paro estructural (el originado por deficiencias endémicas de su mercado) del 15%, más del doble que la media europea. Una asimetría intolerable y una desventaja que pesa como una losa. La mitad de los jóvenes entre 15 y 24 años carece de trabajo. La ya bautizada como generación de la precariedad solo encontrará su camino con una formación extraordinaria, que necesita de un sistema educativo radicalmente distinto, de recursos bien empleados, de alumnos que se lo tomen en serio, de padres comprometidos y de grandes profesores volcados. Si Galicia y España empiezan a jugar de una vez en la primera división del conocimiento surgirán las oportunidades.