En 1961, el primer ministro británico Harold McMillan se reunió en su mansión con Charles de Gaulle para conversar sobre el futuro del continente. Después del encuentro, McMillan, un tanto mosqueado, afirmó: "De Gaulle habla de Europa, pero en realidad quiere decir Francia". Esta cita se suele sacar a relucir casi siempre para demostrar cómo Francia es incapaz de definirse sin identificarse vanidosamente con Europa y lo difícil que le resulta a Inglaterra comprender eso. Cuando Emmanuel Macron ganó la segunda vuelta de las elecciones francesas, venciendo a la candidata de extrema derecha Marine Le Pen, gran parte de la prensa estadounidense interpretó este acontecimiento como un "fracaso de la revolución populista" que debería hacernos descartar la posibilidad de que el movimiento creado por Donald Trump a este lado del Atlántico pueda convertirse algún día en un fenómeno global.

Bajo esta premisa se han publicado artículos cuyo optimismo genera algo de escepticismo en aquellos que tuvimos la oportunidad de presenciar en directo, hace tan solo unos meses, cómo se materializaba la insospechada distopía trumpiana. El apocalipsis de anteayer ahora parece olvidado. Pero el dinosaurio del desencanto, de la ira, del nacionalismo, sigue estando ahí. Conviene no olvidarlo. "Si el fascismo y el comunismo solo hubiesen seducido a los imbéciles y canallas habría resultado muy fácil librarse de ellos", advirtió el liberal Jean-François Revel en El ladrón de la casa vacía. Que las encuestas hayan acertado allí y se hayan equivocado aquí puede que se deba sobre todo al sistema electoral galo, pues este último impide que una minoría, por muy fusionada que se manifieste, consiga sobrepasar a una mayoría fragmentada, al facilitar un civilizado trasvase de votos tras dos semanas de reflexión. De ese modo, un candidato desconocido y sin partido (histórico) ha conseguido unir al país contra la sinrazón pidiendo a los ciudadanos que voten con el cerebro en la mano.

Lo cierto, sin embargo, es que Macron y su discurso europeísta por lo menos ha conseguido apaciguar la histeria colectiva que nos invade. Desde que Trump asumió la presidencia, algunos historiadores, a petición de los editores de las publicaciones, han comenzado a preguntarse si el fascismo podría emerger por primera vez en Estados Unidos y cuáles serían los síntomas que habría que detectar para determinar un diagnóstico certero sobre el asunto. Una señal preocupante podría ser, por ejemplo, la reciente destitución del director del FBI James Comey. Ruth Ben-Ghiat, profesora de Historia de la Universidad de Nueva York que ahora está trabajando un libro titulado Strongmen: From Mussolini to Trump, dijo hace unos días en un programa de radio que la manera en que se ejecutó el despido de Comey es típica de los autoritarios, pues estos últimos "piensan que son las instituciones las que deben trabajar para ellos, no ellos para las instituciones". Francia ha hablado y bien, sin duda, pero esta nueva retórica populista ( fake news) lo ha contaminado todo tanto que muchos ciudadanos ya no pueden distinguir la obviedad mencionada por la profesora. Y no solo en Estados Unidos. Además de vencer, habrá que convencer.