Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El espíritu de las leyes

Y nada más que la verdad

El fin de ETA y las exigencias del Gobierno a los terroristas

Con el fin de ennoblecerse, la banda terrorista ETA siempre quiso presentarse ante el mundo como una organización "militar". Según pretendía, era, ni más ni menos, el brazo armado del pueblo vasco en combate por su independencia. Había, pues, a sus ojos -y a los de todo el nacionalismo vasco- dos sujetos histórico-políticos enfrentados en un "conflicto" por la liberación nacional: Euskadi y España. Los etarras blasonaban, pues, de "gudaris" (soldados vascos). El cese de su actividad violenta lo calificaron de "alto el fuego", y la reciente entrega a la Policía francesa de tres toneladas y media de armas y explosivos se presentó como "desarme". ¡Cuánto le hubiera gustado a ETA y al abertzalismo político en su conjunto una escena de armisticio de pintura histórica, finalmente sin vencedores ni vencidos después de medio siglo de épico enfrentamiento! En un nuevo abrazo de Vergara, con amnistía, medallas y pensiones para la insurgencia y cotas más altas de autogobierno para el País Vasco, Arnaldo Otegui hubiera hecho de general Maroto y Rajoy de Espartero. Mejor aún: podrían haber recreado ambos a Timochenko, líder de las FARC, y al presidente Santos, o a Martin McGuinness, excomandante del IRA, y a Tony Blair.

Sin embargo, ni Euskadi fue nunca una entidad política unificada e independiente, ni ETA resultó jamás un ejército como el carlista, ni hubo batallas convencionales de las que ufanarse, ni tan siquiera escaramuzas, sino asesinatos perpetrados contra personas indefensas. ¿O es que el atentado de Hipercor de Barcelona, el alevoso homicidio de Miguel Ángel Blanco o la brutal mutilación de Irene Villa ofrecen algún aspecto gloriosamente castrense?

No valdría la pena detenerse en tales evidencias si no fuera porque se reprocha al Gobierno de la nación que, "imprudentemente", proclame la derrota de ETA, considere su "desarme" un gesto insuficiente y le exija pedir perdón a las víctimas y su autodisolución definitiva. Esto parece a algunos expertos una locura, ya que puede alentar a los duros de la banda a proseguir la "lucha armada". El periodista británico John Carlin, que se identifica con esta crítica, sostiene que para comprender cómo se incurre en semejante falta de sagacidad y pragmatismo hay que tener en cuenta la psicología colectiva de los españoles: "Más allá de los cínicos cálculos políticos que puede haber detrás [de esta actitud del Ejecutivo de Rajoy], ayuda saber cómo disfruta el español de su deporte favorito, la indignación. No es difícil entender por qué. La indignación concede al que la siente una rica sensación de superioridad moral sobre el otro". En España, añade, falta inclinación al "compromise" inglés, "concepto que significa que ambos lados ceden en una negociación para que todos salgan ganando". La palabra española "crispación", no tiene, en cambio, traducción a la lengua inglesa. Ni Mr. Carlin tiene abuela, vaya por Dios. Además, a su diccionario español-inglés le falta, por lo menos, una página.

En este asunto del fin de ETA hay, desde luego, tanto cálculos políticos como posiciones morales. Una excelente recensión de Félix Ovejero (la que dedica al libro de Edurne Portela "Los ecos de los disparos. Cultura y memoria de la violencia", Galaxia Gutenberg, 2016) me ofrece un enlace de acceso a un "indignado" artículo de Antonio Muñoz Molina publicado el 12 de marzo de 2004, cuando aún se creía en algunos sectores que los salvajes atentados del día anterior en Madrid eran obra de ETA. El artículo concluía así: "No olvidaremos y no perdonaremos. No dejaremos que se esconda en la impunidad ningún asesino, que se borre en el anonimato de las cifras la cara o la identidad de ninguna víctima". ¿Es este modo de pensar y de sentir -al parecer, y sorprendentemente, tan típicamente español- algo rancio e inapropiado, una manera infantil de afrontar la realidad, o más bien una cabal manifestación de empatía y compasión humanas y de alta sensibilidad ética? Para el pragmático John Carlin seguramente lo primero. ¿Acaso el antiguo terrorista irlandés Martin McGuinness no acabó teniendo "una cordial reunión con la reina de Inglaterra, a cuyo muy querido primo [Lord Mountbatten] el IRA había asesinado?", aduce Carlin como ejemplo a imitar.

Sin embargo, no conviene engañarse sobre la naturaleza del problema. No es solo que la lucha contra los terroristas continúa más allá del cese de la violencia etarra y se traslada al campo del relato de la verdad histórica y de la propia calidad de la vida institucional. Tampoco se trata únicamente de una cuestión de justicia con las víctimas y sus familias, aun siendo ello esencial para que el Estado justifique su existencia en tanto que negación de la violencia privada. Es ante todo un problema de regeneración social. La sociedad vasca, en efecto, ha quedado degradada y envilecida por las décadas de terror, que han impedido que, tras el franquismo, surgiera una comunidad política libre. Por tanto, olvidar lo ocurrido no sería ni justo, ni digno ni socialmente regenerador.

¿Es posible que las nuevas generaciones de ciudadanos vascos aprendan, como pretende la Constitución, "el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales" allí donde unos ven gudaris heroicos y otros advierten despiadados asesinos? Y más todavía: mientras exista el liderazgo político y social del narcisismo nacionalista en todas sus vertientes, ¿cabe esperar en Euskadi otra cosa que lo que Portela llama una verdad confortable, esa que ayuda a "decorar cobardías?".

Sí, se necesita la pura verdad por encima de todas las cosas. La verdad resulta inconveniente. La verdad duele. Pero solo la verdad libera.

*Catedrático de Derecho Constitucional

Compartir el artículo

stats