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Clave de sol

Reflexión aventurada sobre una fobia social

Nunca como ahora ha sido tan patente la plural diversidad de opciones ideológicas y puntos de vista ante las realidades que nos circundan. Por eso nuestra sociedad ha arbitrado el modo de armonizar las distintas ofertas políticas, los plurales enfoques filosóficos y, si me es permitido aventurarlo, comprender las diferentes interpretaciones de los misterios de la vida para los que no tenemos una explicación científica.

Al menos por aproximación, el mundo occidental ha sabido establecer un sistema reglado de convivencia que nos permite el ejercicio de las libertades dentro de nuestras diferencias. Con algún sobresalto de vez en cuando, todo hay que decirlo.

En este punto, las diferencias entre nosotros se manifiestan por nuestra particular adhesión a un modo de ver la realidad o a una propuesta ideológica compatible con la establecida ordenación de la convivencia. Dicho sea con permiso de quienes no desean ni considerar este apartado. Que los hay.

Yendo a lo concreto, es el caso de quienes sufren una especie de fobia al hecho cristiano -no a todo lo religioso, y no digamos lo musulmán, tan intocable- que les pone muy nerviosos hasta el punto de hacerles perder los papeles, como se suele decir. Los cristianos, a las fieras. Pero ¿qué les hemos hecho?

Así se ha puesto de manifiesto aquí mismo hace pocas fechas, y de muy malos modos, con ocasión de la llamada Semana Santa. Que si las mentiras, que si el ruido, que si los gorritos, que si los desfiles, que si la intolerancia, que si el fanatismo, que si el folklore, que si la ocupación del espacio público?

Nos han llamado -a los cristianos, digo- tramposos, majaderos, fanáticos, injustos, indignos, patéticos, anatematizadores, mamarrachos y hasta una cosa que no tengo muy clara pero que ha de ser tremenda: "eternos detentores (sic) del estatus", dicho además por un reputado gastrónomo, que no es paja, y que al menos no se escuda en el anonimato como otros.

Esa actitud airada puede ser fruto de una especie de patología, muy contagiosa, que ha servido históricamente para aglutinar determinados ímpetus dirigidos a modificar por la fuerza ciertas realidades sociales. Concedo que el caso que nos ocupa es particularmente llamativo, una suerte de burla, mejor de sarcasmo disfrazado de queja, al referirse a ciertos hábitos confesionales y desde luego consuetudinarios desde hace una friolera de siglos, como las procesiones callejeras.

Postura que resulta más chocante, no solo por el airado tono de sus términos sino, y sobre todo, porque no se compadece con la generalizada actitud, benevolente con todo derecho, hacia otro género de desfiles que ocupan con frecuencia las vías públicas: manifestaciones políticas y sindicales, cabalgatas deportivas, movidas de "elegebetés", carreras, maratones, exhibiciones comerciales, reivindicativas o recreativas y por ahí seguido.

De todo esto cabe deducir que estamos ante la expresión de una suerte de patología sobrevenida como reacción a determinados comportamientos ajenos. Los cristianos en este caso, que son considerados inconvenientes o rechazables. Ya pasó en la antigua Roma.

No sé si decir que obsesiones de este tipo parece que constituyen una especie de fobias que requerirían tratamiento.

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