Martin Amis piensa que su amigo Christopher Hitchens nunca escribió ficción porque "era demasiado inteligente". Esa es la misma teoría que el novelista británico presentó en su libro The Moronic Inferno sobre Gore Vidal, quien nombró a Hitchens su "delfín", una suerte de sucesor intelectual (aunque luego ambos acabarían distanciándose): "Él [Vidal] es demasiado inteligente para escribir guiones de Hollywood eficaces, demasiado inteligente para ser un político eficaz (fracasó en las primarias del Senado en 1982), demasiado inteligente, en realidad, para ser un novelista eficaz. Él es bueno escribiendo ensayos: uno nunca es demasiado inteligente para eso". Amis, autor de más de una decena de novelas, no se estaba llamando a sí mismo tonto al hacer esas afirmaciones. Sabemos, además, que cuando tratamos de comprender una realidad, las ficciones, en ocasiones, pueden resultar mucho más útiles y atinadas que los reportajes y los ensayos. Lo que se pretende decir con eso es que Christopher Hitchens -cuya formación era eminentemente literaria, como se puede comprobar en la lectura de sus tempranas memorias Hitch-22- no tenía tiempo para viajar a través de mundos inventados y crear personas imaginarias: estaba demasiado ocupado con los hechos, pues de estos últimos se sirvió para acumular una obra periodística basada principalmente en el arte de argumentar.

El periodista se enfrentó a personajes tan variopintos como Bill Clinton, Madre Teresa de Calcuta y Henry Kissinger, a quienes dedicó sendos libros. Miembro de la izquierda antitotalitaria y defensor de la causa Palestina (editó un libro con Edward Said, otra de sus amistades perdidas), "The Hitch", como le llamaban sus amigos, acabó convirtiéndose en el portavoz más lúcido de todos los ateos, arrojando luz sobre los estragos causados por las religiones a lo largo de la historia en su aclamado libro Dios no es bueno, y, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, apoyó la invasión estadounidense en Irak. Esta decisión -un error que no terminó por afectar a su siempre ágil y fulgurante prosa, pero sí al contenido de algunos de sus artículos, cada vez más reiterativos y difícil de asumir intelectualmente-, a pesar de haberla tomado por unas razones mucho menos perversas que las de los promotores de aquella disparatada operación (defensa del pueblo kurdo, preocupación por los oprimidos ciudadanos iraquíes, etc.), despistó a muchos de sus antiguos compañeros de luchas. Entonces, debido precisamente a eso, dejó de escribir su columna en la revista progresista "The Nation", con la que había colaborado más de veinte años, y comenzó a escribir en "Vanity Fair", para la cual continuó realizando perfiles de escritores y argumentando sobre política, literatura e historia, mientras denunciaba todo lo que oliera a estupidez y lidiaba con sus propias contradicciones ideológicas. Murió en el año 2011 de cáncer de esófago, no sin antes dejarnos una pequeña obra titulada Mortalidad, la compilación de crónicas desde Villa Tumor, como denominó al territorio donde la enfermedad que lo estaba matando había impuesto su dictadura. Incluso ahí, en la cama de un hospital, se negó a dejar de ser reportero, tratando de comprender la realidad de su verdugo, de discutir con él hasta ser suprimido de la conversación, porque él no estaba dispuesto a abandonarla nunca. Era demasiado inteligente, cierto, incluso para morir.

Hace unos pocos veranos, paseando con unos amigos por Palo Alto, California, cerca de la Universidad de Stanford, escuché una voz que me resultaba muy familiar. Era la viuda de Christopher Hitchens, Carol Blue, acompañada de sus hijos, disfrutando de aquel día soleado en una terraza. Después de dudar un rato, mis amigos y yo nos acercamos a ella y le explicamos la gran pérdida que supuso para muchos de nosotros la muerte de su difunto marido. Lejos de mostrarse distante o incómoda, nos atendió amablemente, observó con curiosidad los libros que llevábamos bajo el brazo y nos pidió nuestras tarjetas, que no teníamos, para mantenernos en contacto. En ese momento recordé el comentario que hizo el novelista Ian McEwan, otro de sus grandes amigos, sobre la cantidad de gente joven que, a pesar de haberse manifestado en contra de la Guerra de Irak, acudió a uno de los numerosos homenajes que había recibido el escritor tras su fallecimiento. Probablemente algunos de esos jóvenes habían escuchado lo que dijo Hitchens, ya físicamente deteriorado y moribundo, en una de sus últimas conferencias ante una audiencia emocionada: "Arriésgate a pensar por ti mismo. Obtendrás mucha más felicidad, belleza y sabiduría de esta forma". Hoy, más que nunca, su voz sigue siendo recordada.