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60 aniversario del Tratado de Roma

O se romperá la cadena

Inglaterra, el Reino Unido, ha hecho honor al calificativo de pérfida que le adjudican los francos desde la Guerra de los Cien Años y ha emplazado la conmemoración del sexagésimo aniversario del Tratado de Roma entre dos miércoles negros. El pasado, hendido a su pesar por el atentado de Westminster, y el próximo, en el que por su voluntad iniciará su adiós a la Unión Europea. Terrorismo y eurofobia han ensombrecido, pues, aún más unas celebraciones ya oscurecidas por el desánimo y el pesimismo sobre el futuro de una Unión enferma.

No hay cura de males que no venga precedida de un diagnóstico certero. Y el de los trastornos que afectan a la UE lo dibujó el Papa en su audiencia del viernes a los 27 líderes europeos reunidos en el Salón Regio del Vaticano: empobrecimiento, respuesta hostil a la inmigración, homogeneización forzada, alejamiento de los ciudadanos y, como consecuencia, un renacer de lo que Francisco calificó de populismo.

Por desgracia para la UE y para los europeos, está siendo la consecuencia, la pulsión populista, la que acapara las preocupaciones de los generadores de opinión, hipnotizados por citas electorales que, se sostiene, pueden agrandar la falla abierta por el "Brexit". Francia, dentro de un mes; Alemania, en un semestre; Italia, con probabilidad en 2018. Los fantasmas de Le Pen, Alternativa por Alemania (AfD) y Beppe Grillo recorren las cancillerías de Europa y hacen las sombras más espesas al alejar los focos de las causas que confluyen en el arrebato de ultranacionalismo y xenofobia que se cierne sobre el continente.

Ahora bien, ni el renacer de la extrema derecha ni las oleadas de populismo izquierdista propiciadas por la claudicación de la socialdemocracia deben ocultar que la causa última de la eurofobia que acogota a la Unión -ya aquejada de antiguo por un gigantismo paralizador y un exceso de intervencionismo de Bruselas- es de carácter social. La UE fue criticada desde sus inicios por la izquierda marxista como una comunidad de mercaderes y no de ciudadanos, pero las bondades del capitalismo renano, que convirtieron a Europa en un islote de bienestar, pudieron ser aducidas como prueba de superficialidad de las acusaciones. Sin embargo, la crisis del euro y su correlato de austeridad forzosa -quintaesenciada en el sacrificio ritual y aviso para navegantes de Grecia- han agigantado las brechas en las defensas que protegían a los europeos frente a la codiciosa desfachatez del saqueo neoliberal. La elección de Hollande en 2012 condensó las últimas esperanzas de que la UE recobrase un rumbo social. Su fracaso desnudó el brindis al sol socialdemócrata, consumó la excluyente austeridad y agravó los males comunitarios previos.

Los seis estados que en 1957 firmaron el Tratado de Roma tenían unos perfiles socioeconómicos homogéneos que se desdibujaron desde 1980 con la ampliación al Sur, menos desarrollado. Con todo, los Doce y luego los Quince pudieron absorber sin daño las tensiones generadas por la expansión mediterránea. No fue hasta 2004, con la anexión precipitada y avariciosa de las arcaicas economías excomunistas, cuando la suma de la tensión Este-Oeste y la tirantez Norte-Sur cristalizó un inicio de marasmo que la crisis social ha convertido en grave parálisis.

El tratamiento no es sencillo de aplicar, pero se enuncia con relativa facilidad siguiendo el diagnóstico papal. Contra la pulsión burocrática de homogeneizar, que amenaza la multiculturalidad europea y realimenta a eurófobos, xenófobos y radicales islámicos, aplicación del sabio principio de subsidiariedad y adelgazamiento del aparato bruselense. Contra la parálisis derivada del gigantismo, cooperaciones reforzadas; una UE a cuantas velocidades se precisen. Contra la tentación de concentrar las cooperaciones reforzadas en la seguridad, la defensa y la diplomacia (síntoma), hacer que su principio rector sea una ambiciosa política social que liquide la exclusión (causa) y, por ende, sus dos grandes consecuencias: la xenofobia y el radicalismo de los europeos islámicos de segunda o tercera generación, carne de cañón de terrorismos gestados en otras batallas.

Lo demás es marear la perdiz. Si eso es lo único que la clase política dirigente, deudora en exceso de los saqueadores neoliberales, está en condiciones de hacer, tendrá que refundarse para que, Francisco dixit, "el que corre más deprisa tienda la mano al que va más despacio". De lo contrario, tarde o temprano, será devorada por la marea populista. Y se romperá la cadena.

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