A lo largo de mis 52 años de carrera profesional pediátrica he tenido la oportunidad de trabajar con muchas personas desiguales. Las diferencias que he encontrado han sido enormes. La disimilitud en la capacidad, esfuerzo y personalidad son normales y las desviaciones de la normalidad se pueden tolerar e incluso aprovechar para determinadas tareas. La aspiración a la excelencia es una cualidad humana normal y deseable, al margen del grado en que pueda ser alcanzada por cada persona en concreto. Otra cuestión distinta es cuando esos individuos responden a perfiles patológicos psiquiátricos de tipo neurótico, psicótico, adictivo o caracterial. Lo peor sucede cuando uno de estos sujetos llega a desempeñar un puesto de responsabilidad, lo que tristemente sucede pocas veces, pero demasiadas si se considera su importancia.

En mi trabajo hospitalario he tenido que dirigir a personas de todo tipo -profesionales sanitarios o no- y he estado supeditado a jefes -léase gerentes, directores, administradores, etc- que en la mayoría de los casos fueron competentes, sabían lo que traían entre manos, tenían la experiencia suficiente y hacían los esfuerzos necesarios para que los cosas saliesen bien. Sin embargo, en otras ocasiones, las menos, me tocó dirigir o depender de personas incapaces, inexpertas, indolentes, inseguras y que no ponían nada de su parte. Los que trabajaban conmigo, en el día a día, me han escuchado de forma repetida cómo de forma simplista y burda he clasificado a estos personajes en: 1) Los que hacen poco, pero cumplen una tarea mínima, rutinaria y repetida; 2) Los que no hacen nada, pero no estorban, aunque sí crean desaliento entre los que le rodean y casi siempre se amparan en culpar de todo lo malo a las insuficiencias del "sistema" y de sus propios compañeros, a los que creen hostiles cuando en realidad soportan el trabajo que ellos no ejecutan; y 3) Los que ni hacen ni dejan hacer a los demás. Un grupo diferenciado lo constituyen los profesionales en formación, en mi caso los médicos residentes de Pediatría, de cuya unidad docente he sido responsable durante muchos años en el hospital ourensano. A ellos también los he encasillado en grupos: 1) Integrado por la mayoría. Son los que estudian y trabajan, con esfuerzo continuado y afán de superación y participan, a su nivel, en las tareas asistenciales, docentes e investigadoras, y 2) Compuesto por una minoría. Son los que hacen su tarea siguiendo el ejemplo asistencial de otros médicos y adquieren una capacidad práctica mínima, que les garantiza una actividad rutinaria para solventar los procesos más frecuentes. A estos últimos les llamaba "pediatras de ojo y oreja". No estudian, repiten lo que ven y oyen, sin someterlo a crítica. Con ese limitado aprendizaje se van, pero su formación no solo no se actualiza y recicla, sino que se deteriora de forma progresiva. Lo grave es que los componentes de ambos grupos reciben, de forma igual, el título que les acredita como especialistas y no existe, se reconozca o no, ninguna prueba que les evalúe periódicamente ni al final de su formación, ni a lo largo de su ejercicio profesional.

Años después, muchos de estos aspectos, y otros no contemplados, serían muy bien clarificados, definidos y clasificados en varias publicaciones por el psiquiatra español José Luis González de Rivera y Revuelta (Psiquis, 1993, 14: 61-70; Am J Psychol, 1993, 53: 77-84; Psiquis, 1997, 18(6): 229-231), en cuyo contenido baso fundamentalmente este suelto de divulgación, sin dejar de añadir un ejemplo concreto vivido. Vaya por delante mi disculpa a cualquier déficit de interpretación, pues reconozco una falta de formación específica en esta área de la medicina.

La tensión interna que nos lleva a la superación del estado actual es un rasgo propio de la condición humana, denominado "presión por la excelencia". Determinados individuos no logran alcanzarla, lo que puede conllevar a distintas situaciones. En algunos casos desemboca en distintos tipos de trastornos psiquiátricos. En otros, desencadena el defecto o la ausencia de interés o aspiración hacia la excelencia. Esto origina distintos tipos de patología que González de Rivera ha englobado bajo el término común de "trastornos por mediocridad". Son personas con las que nos encontramos en nuestra vida y quehacer diarios y que responden a tres tipos distintos bien definidos por este autor:

Tipo 1. Forma simple. Son formas leves. Responde a individuos conformistas, incapaces de toda creatividad que siguen caminos trazados por otros y que bien entrenados pueden reproducir en su conducta formas externas de procesos creativos, tanto artísticos como científicos. Su actitud y actividad les hace sentirse felices de acuerdo con sus necesidades, e incluso útiles para tareas concretas. Su propia mediocridad favorece su conformidad y se adaptan bien al mundo materialista y consumista en que vivimos. Se le ha comparado con el protagonista de la novela El Aven"tu"rero Simplicissimus: la narración de la vida de un curioso vagabundo apodado Melchior Sternfels von Fuchshaim, de dónde y de qué manera vino a este mundo, de lo que aquí vio, aprendió, vivió y sufrió, y también de cómo voluntariamente renunció a él. Sobremanera divertido y muy provechoso de leer (1668), escrito por el alemán Hans Jakob Christoph von Grimmelshausen (1621-1676). Simplicissimus es el nombre que le otorgó un monje que lo acogió en razón de su sencillez y su candidez.

Tipo 2. Mediocridad inoperante, también denominado "pseudoperante" o "pseudocreativa". Son formas moderadas. Engloba a personas que solo pueden imitar, copiar o fingir, dado que tienen dificultades para crear, distinguir lo bello de feo y lo bueno de lo malo. Como consecuencia se limitan a imitar los procesos de actualización predominantes del individuo normal, sin ir más allá del cumplimiento de las exigencias mínimas, pero con tendencia a añadir elementos pasivo-agresivos. Repiten acciones repetitivas e imitativas y prefieren lo trillado a lo innovador. El resultado es que no progresan y cuando intervienen condenan todo al estancamiento. Se corresponderían con el perfil del fatuo que pretende dar la impresión de que hace algo importante e incluso se lo cree. Se sienten satisfechos de sí mismos. Si desempeñan funciones de poca responsabilidad no ocasionan demasiados problemas, pero se convierten en una forma grave cuando ocupan cargos de cierta exigencia, pues los ejercen con reiteraciones de las funciones burocráticas, en un intento de esconder la falta de operatividad. El resultante es que la organización de la que son garantes muestra una parálisis funcional progresiva. El problema es todavía más grave cuando el individuo es además el dueño. Es algo que vemos en algunas empresas familiares, cuando la organización pasa por herencia a un miembro de una nueva generación que resulta padecer una mediocridad inoperante.

Tipo 3. Mediocridad Inoperante Activa (MIA). Es la forma grave y maligna, tanto por sus consecuencias como por sus propósitos aniquiladores e invasivos. Abarca a personas con una gran actividad inoperante, asociada a un gran deseo de notoriedad y de control e influencia sobre todos los que de ellos dependen. El que padece MIA se encuentra en ambientes académico-universitarios y en organizaciones complejas, como pueden ser nuestros hospitales y otras grandes empresas. En esos ambientes se encapsula en comités o incluso en puestos de alta dirección, en los que su influencia, seguimiento y control es de tal grado que llega a entorpecer e incluso aniquilar a los individuos brillantes y creativos. Para cumplir con esta finalidad impone todo tipo de regulaciones y obstáculos para dificultar las actividades creativas y rentables. En paralelo asigna a los más válidos un elevado número de trabajos innecesarios e inútiles. Llevado por la envidia y la incapacidad para valorar la excelencia de los demás, desarrolla sofisticadas medidas de persecución y entorpecimiento. Y por si fuese poco, ensombrece o calla cualquier información positiva sobre otros y/o amplifica o inventa rumores o datos ambiguos para tratar de desprestigiar a esas personas.

Íntimamente unido al MIA , aunque no de forma exclusiva, está el síndrome del acoso institucional o mobbing -según término del etólogo Konrad Lorenz-, antes conocido como síndrome del chivo expiatorio, aplicado a situaciones grupales en los que un sujeto es sometido a persecución, agravio o presión psicológica por uno o varios miembros del grupo al que pertenece. Su incidencia se ha descrito en las instituciones antes citadas y otras reglamentadas, como en escuelas, cárceles, fuerzas armadas o asociaciones conservadoras con poca o ninguna tolerancia a la diversidad. Tres son los grupos de sujetos con riesgo de padecer mobbing: las personas envidiables, brillantes y atractivas, debido a que los que lideran o dirigen el grupo se sienten cuestionados por su simple presencia; los vulnerables, individuos con alguna peculiaridad o defecto; y finalmente las personas activas y eficaces y trabajadores que ponen en evidencia los déficits de lo establecido. Imposible, por su alcance, tratar hoy este tema que además ha sido bien estudiado por muchos autores.

En todo caso no me voy a sustraer de contarles un ejemplo sufrido por los que entonces trabajábamos en el hospital ourensano. Transcurrió en las décadas finales del pasado siglo. No daré ni nombres, ni fechas, aunque sí conservo toda la documentación. Se había incorporado un nuevo gerente y su primera gran medida fue imponer firma de entrada y salida. Es una disposición rutinaria y habitual de los mediocres en un tipo de trabajo que no tiene horario y que se ha de calificar de otra manera. Para asegurar aún más su pretendido control, abandonaba lo que entiendo debería ser su cometido y se situaba personalmente en el pasadizo que unía el área materno-infantil con la residencia general, desde donde vigilaba entradas y salidas. No contento con ello, los responsables de departamentos, servicios y unidades recibimos una orden en las que se nos solicitó que facilitásemos en unos anexos, mediante cerca de veinte claves, las actividades de cada médico, hora a hora, cada día de la semana. Cumplimenté aquellas hojas "a mano alzada", de acuerdo con los facultativos, a los que nunca exigí tal cosa. No creo que a estas alturas, ya jubilado, me expedienten por tal indisciplina. Antes de satisfacer aquella esperpéntica exigencia llamé a la secretaría de dirección para que me dijesen cuál era el horario y tiempo para cumplir las necesidades fisiológicas, y si la duración era más larga para los de hábito estreñido.

Ustedes pueden encuadrar a esos miembros de la alta dirección hospitalaria en el tipo de mediocridad que crean oportuno. Yo no lo haré, pero otro día les contaré cosas peores. ¡Esto de conservar memoria y documentación puede resultar terrible y peligroso!