Quizá les haya pasado desapercibida esta semana la noticia de la absolución de una madre de El Ejido (Almería) que ha sido juzgada por haberle quitado el teléfono móvil a su hijo. Obviamente el despropósito hubiera sido aún mayor si la hubieran condenado, pero el simple hecho de que este caso haya llegado a los tribunales muestra lo esperpéntico de la sociedad en la que nos movemos. Fue el propio chico de 15 años el que presentó la denuncia contra su madre por quitarle el móvil para que se pusiera a estudiar, y la causa prosperó hasta el punto de que un fiscal pidió una pena de nueve meses de prisión para la mujer por considerar que había un delito de malos tratos en el hecho de quitarle el móvil.

Aún no he conseguido cerrar la boca por el pasmo, aunque tengo que reconocer que siento un gran alivio por la absolución de esta mujer porque "delitos" de estos, y peores, he cometido yo contra mis hijos día sí y día también. Y es que, si por quitarle el móvil a un ganso de 15 años para que coja el libro de una vez te pueden caer nueve meses según el lumbreras del fiscal, ¿qué me podría haber caído a mí el día que le di una palmada en las manos a la niña cuando intentó meter el dedo en el enchufe? Y ¿cuánto me hubiera caído el día que le pegué en el culo al pequeño cuando se soltó de mi mano y cruzó la calle corriendo sin mirar si pasaban coches? Que aún me entra taquicardia de pensarlo. Mi pobre madre, que se pasaba la vida amenazándonos a mi hermana y a mí con la zapatilla en la mano hubiera estado más tiempo en la cárcel que fuera, y mi padre también hubiera sido considerado un delincuente porque no dudaba en castigarnos sin salir si nos portábamos mal.

Tengo que admitir que jamás se me ocurrió llevar a mi madre y a su zapatilla voladora a los tribunales, y mis hijos tampoco han optado nunca por recurrir a la justicia cuando, como castigo, hemos prohibido los videojuegos una temporada. Ahora, gracias a casos como este, ya saben que hay un sistema que se plantea, aunque sea como posibilidad, llevar a una madre a la cárcel por intentar educar a su hijo. Obviamente los malos tratos y los golpes están fuera de lugar, pero por lo visto tampoco se puede castigar a un chaval de 15 años para que cumpla sus deberes no sea que se nos frustre la criatura y tenga que aprender a aceptar un no por respuesta. Desde luego, lo que es indudable es que este joven de Almería, y muchos como él, conocen perfectamente sus derechos y no dudan en defenderlos aunque sea cruzando las líneas del sentido común. Solo nos queda enseñarles igual de bien cuáles son sus obligaciones.