Los asientos de los taxis, al igual que los bares de los hoteles, conservan una justificada mitología literaria y cinematográfica. A lo largo de un viaje en este medio de transporte se producen todo tipo de conversaciones y altercados insólitos. El conductor es una suerte de bystander, un testigo, no siempre silencioso, de múltiples escenas dramáticas, cómicas, eróticas y violentas. Algunas originadas por el alcohol, especialmente cuando el viaje tiene lugar durante la noche. Detrás de cada trayecto hay un relato personal, fragmentos de una biografía, un pedazo de vida. Felicidad y miseria. Puede ser el comienzo de una cita que acabe derivando en una relación, o un reencuentro entre amigos, o el recorrido rutinario hacia el trabajo. Los taxistas, sobre todo los neoyorquinos, cuentan historias fascinantes sobre sus clientes y sobre sus propias odiseas existenciales. No todos son habladores. Pero incluso con su silencio nos están diciendo algo. Ahora suelen ser inmigrantes africanos, hispanos, asiáticos y europeos.

Desde que Uber entró en el mercado, sin embargo, además de afectar económicamente al gremio, las historias también están renovándose y poniéndose a mi juicio más interesantes. Resulta que el conductor ya no es, por decirlo de alguna manera, un profesional: es una persona que recurre a este oficio para ganar algo de dinero. He conocido a algunos que se dedican a ello a tiempo completo, pero muchos lo combinan con otras actividades artísticas o lucrativas. Los clientes evalúan a los conductores y los conductores evalúan a los clientes. Tenemos la opción (más bien la obligación) de poner de una a cinco estrellitas dependiendo de si quedamos satisfechos o no con los servicios prestados. Lo que indica que los episodios de Black Mirror han dejado se ser ya una advertencia para convertirse en una fidedigna descripción de nuestro tecnológico mundo.

El viernes pasado me levanté un poco tarde y, como veía que llegaba tarde al lugar donde me dirigía, pedí un Uber. No estaba demasiado lejos y la ruta era una gran línea recta. Calle cuesta abajo y luego girar a la derecha. El conductor -un hombre de mediana edad que, por su acento, parecía tener sus orígenes en otro país- era muy cordial, extremadamente educado. Aunque apenas hablamos. Poco antes de que finalizara el viaje, paró suavemente el coche en medio de la calle, abrió la ventanilla y, dirigiéndose a un hombre afroamericano que trabajaba en el parking, dijo: "¿Ya regresaste al lugar del que procedes?". En ese momento pensé que se trataba de una broma. Pero cuando vi la cara de su interlocutor al escuchar la pregunta me di cuenta de que muy amigos no eran. Entonces, para mi sorpresa, ambos esbozaron una sonrisa. El conductor bajó la ventanilla y me explicó lo ocurrido tras detectar mi curiosidad. "Es que el otro día tuvimos una gran discusión y esta persona me animó a que regresara al lugar de dónde vengo. Supongo que se refería a Bethesda (una localidad de Maryland) -afirmó sonriendo de nuevo-. Luego se arrepintió y me pidió perdón. Hay que tener mucho coraje para pedir perdón de esa manera". Nos despedimos y me bajé del automóvil. No sé dónde nació el conductor, la verdad. Tampoco tuve mucho interés en averiguarlo.