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Joaquín Rábago.

Terra nullius

"Terra nullius": esa expresión latina se refiere a la tierra que no es propiedad de nadie y que sus descubridores puede por tanto ocupar y repartir luego libremente entre los colonos.

Ésa fue la doctrina a la que se aferró el navegante James Cook cuando en 1770 llegó a Botany Bay, en el sudeste de Australia, y tomó posesión de aquel territorio en nombre de la corona británica.

Para los primeros europeos que pusieron pie en aquellas tierras, los indígenas que encontraron no eran sino simples salvajes, formaban parte, por así decir, de la naturaleza, de la fauna local y no tenían por tanto ningún derecho.

Esa situación se prolongó más de dos siglos sin que el gobierno colonial primero, ni el federal o los de los distintos Estados de la Federación más tarde moviesen un dedo para corregir tamaña injusticia.

Es cierto que ya en los años treinta del siglo XIX hubo individuos que se erigieron en protectores de los aborígenes y pidieron al Gobierno colonial que reconociera al menos los derechos de acceso a sus tierras de los indígenas, pero la situación apenas cambió en la práctica.

Solo en 1996 la Corte Suprema de Australia tomó una decisión histórica: por una mayoría de cuatro frente a tres, los jueces decidieron que los derechos de pastoreo concedidos a los colonos no extinguían necesariamente los títulos de propiedad de los nativos sobre sus tierras ancestrales.

Aquel veredicto irritó a muchos políticos, entre ellos el primer ministro conservador John Howard, que consideró que el péndulo de la justicia se había inclinado demasiado del lado de los indígenas y en detrimento de los colonos blancos.

Pero sobre todo el Partido Nacional, liderado por el viceprimer ministro, Tim Fischer, y la Federación Nacional de Granjeros se opusieron con vehemencia a aquella decisión judicial y exigieron al Gobierno que anulase los supuestos derechos de propiedad de los indígenas.

Así se ha llegado a la situación actual en la que se habla por fin de la conveniencia de reconocer en la Constitución australiana tanto a los aborígenes como a los habitantes de las islas del estrecho de Torres.

Muchos se oponen y otros, incluidos los propios indígenas, se muestran escépticos y se preguntan en qué cambiará, por la simple mención en ese documento, la vida de la mayoría de ellos.

"Significará que por primera vez me tratarán en mi nación como un igual, como un ciudadano", se pregunta por ejemplo Brooke Prentis, uno de sus portavoces.

"¿Pondrá fin a las muertes de aborígenes bajo custodia? ¿Ayudará a reducir unos índices tan elevados de encarcelamiento, de aborígenes sin techo, de desempleo?".

"¿Servirá para que no se siga encerrando a nuestros hijos en centros de detención o ésos terminen suicidándose? ¿Detendrá la destrucción de nuestros lugares sagrados?".

"¿Se devolverán los restos de nuestros antepasados que se exponen en universidades y museos de todo el mundo y de la propia Australia?".

"¿Se consultará como corresponde a los pueblos y las comunidades aborígenes antes de abrir minas de carbón o arrojar (en nuestras tierras) los residuos nucleares?".

Australia ha firmado más de 2.000 tratados internacionales, pero ninguno con sus pueblos indígenas, y eso es lo que necesitan los aborígenes, afirma Prentis, un documento que los reconozca como "iguales".

Son preguntas todas ellas que dan testimonio de la dramática situación de los descendientes de quienes hace decenas de miles de años poblaron el continente donde hoy escribo esta columna.

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